Como el resto de la guerra, esas campañas publicitarias se emprenden desde los grandes centros de poder que, en el caso de los asuntos internacionales, se reconducen al imperialismo y, por lo tanto, a Estados Unidos y sus aliados, difundiéndose a través de todos yt cada uno de los canales de comunicación imperialistas: televisión, prensa, radio e internet.
Los demás son gregarios, como las ONG, pequeñas hormigas que llevan el mensaje hasta el último rincón del planeta porque las subvenciones de las viven dependen de ello.
Hace 15 años la Guerra de Darfur fue un ejemplo de lo que luego hemos visto reproducirse en Ucrania, Libia o Siria, con los mismos lugares comunes a los que ningún ser humanos se puede resistir y que se resume en palabras mágicas como genocidio, derechos humanos o campos de concentración para homosexuales.
La capaciudad de penetracion de ese tipo de mensajes se multiplica cuando las responsabilidad no recae sobre un Estado sino sobre un “régimen”, que es otra palabra mágica habitual en cualquier clase de campaña de intoxicación y que, además, va ligada al racismo y la xenofobia, es decir, al menosprecio hacia determinadas culturas, como las africanas.
El gobierno de Sudán que emprendió la guerra en Darfur fue calificado como un “régimen árabe e islamista” que masacraba a las “poblaciones africanas” de la región occidental de Sudán. Es bien sabido que la vida de un africano importa un bledo cuando son nuestras víctimas, pero podemos hacer una excepción si son víctimas de árabes y musulmanes. El asunto no depende del muerto sino del que lo mate.
Cuando se produce una matanza aparecen los humanitarios para pedir su cese. Las noticias se llenan de sangre y de cadáveres mutilados, incluidos niños, una imagen que siempre entra fácilmente por los ojos. Las ONG piden la intervención militar para detener la sangría.
En abril de 2003 la rebelión llevó a cabo su primera operación militar contra una base aérea que el ejército sudanés tenía en Darfur. Un mes después el gobierno respondió brutalmente contra la población. Sin embargo, como el ejército sudanés se compone gran medida de habitantes originarios de Darfur, reclutó milicias (conocidas localmente como Jenjaweed) entre las poblaciones nómadas más pobres de la región: pastores de camellos sin derechos sobre la tierra.
Apoyadas por la fuerza aérea, las milicias arrasan las aldeas a cuya población acusan de apoyar la rebelión debido a su origen étnico. Se producen masacres, incendios, violaciones, torturas, destrucción de cultivos y fuentes de agua que causan el éxodo de dos millones de habitantes de Darfur, que se refugian en grandes campamentos, generalmente ubicados cerca de las ciudades de guarnición, donde la policía y las fuerzas regulares proporcionan un nivel mínimo de seguridad. Otros huyen y se refugian en el Chad.
Se estima que la represión gubernamental mató a 131.000 personas entre septiembre de 2003 y junio de 2005. Una cuarta parte de las víctimas fueron asesinadas (41.000); las otras murieron de hambre y enfermedades durante su huida.
A finales de 2004 el gobierno sudanés interrumpe las matanzas y empieza una calma precaria, marcada por enfrentamientos breves y localizados. En los campamentos de refugiados internos se despliega una cantidad considerable de asistencia humanitaria. A partir de 2005 más del 85 por ciento de la población afectada es atendida en sus necesidades básicas. La situación sanitaria mejora y las tasas de mortalidad y malnutrición están por debajo de los umbrales de emergencia en la mayoría de los campamentos.
La Unión Africana envía 6.000 Cascos Blancos, cuyos primeros contingentes llegan en agosto de 2004 para vigilar un alto el fuego, firmado cuatro meses antes entre el gobierno y los insurrectos. Las negociaciones de paz se llevan a cabo bajo una mediación internacional, mientras el 31 de marzo de 2005 el Consejo de Seguridad de la ONU remite las violaciones del derecho internacional humanitario en Darfur al Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI).
Las negociaciones políticas culminan en mayo de 2006 con la firma del Acuerdo de Paz de Darfur (APD) entre el gobierno y una única facción rebelde minoritaria. Sobre la base del Acuerdo, en agosto de 2006 el Consejo de Seguridad decide, a propuesta de Estados Unidos, sustituir los Cascos Blancos de la Unión Africana por una fuerza de la ONU, pero Sudán se opone a su despliegue, obligando al Consejo de Seguridad a retirarse en julio de 2007 para enviar una “fuerza híbrida” de 26.000 efectivos bajo el mando conjunto de la Unión Africana y la ONU.
La fuerza tiene por objeto hacer cumplir un Acuerdo de Paz rechazado por casi todos los movimientos rebeldes y la población de Darfur, así como proteger a la población civil y al personal de socorro. Tras intensas negociaciones diplomáticas, el 1 de enero de 2008 los primeros ”híbridos” toman el relevo de la Unión Africana.
Paradógicamente, la firma del Acuerdo de Paz da lugar a la reanudación de la guerra. Surgen enfrentamientos entre los rebeldes partidarios del Acuerdo (apoyado por el ejército) y los que se oponen al mismo.
Abandonadas por el Acuerdo, algunas de las milicias nómadas también se vuelven contra el gobierno; atacan a la policía y al ejército o se unen a la revuelta. Se entablan sangrientas batallas por el control de los territorios arrebatados a las poblaciones campesinas que se han trasladado a los campamentos de refugiados.
La fragmentación de la oposición y las milicias va acompañada de un crecimiento exponencial de la delincuencia organizada. La regionalización del conflicto se intensifica. Chad, que alberga las bases de la retaguardia de la rebelión, aumenta su apoyo a los insurgentes. Sudán hace lo propio con la insurgencia chadiana.
Las zonas rurales se vacían y los campamentos de refugiados crecen. Su población alcanzó los 2,45 millones de habitantes a finales de 2007. Sin embargo, el número de muertes violentas parece estar disminuyendo, de 4.470 civiles y militares en 2006 a menos de 3.000 en 2007 y 1.800 en 2008, según la Unión Africana y la ONU.
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