En todas partes, alguien nos observa a través de nuevas cerraduras digitales. El desarrollo del Internet de las cosas (Internet of Things) y la proliferación de objetos conectados multiplican la cantidad de chivatos de todo tipo que nos cercan. En Estados Unidos, por ejemplo, la empresa de electrónica Vizio, instalada en Irvine (California), principal fabricante de televisores inteligentes conectados a Internet, ha revelado recientemente que sus televisores espiaban a los usuarios por medio de tecnologías incorporadas en el aparato.
Los televisores graban todo lo que los espectadores consumen en materia de programas audiovisuales, tanto programas de cadenas por cable como contenidos en DVD, paquetes de acceso a Internet o consolas de videojuegos Por lo tanto, Vizio puede saberlo todo sobre las selecciones que sus clientes prefieren en materia de ocio audiovisual. Y, consecuentemente, puede vender esta información a empresas publicitarias que, gracias al análisis de los datos acopiados, conocerán con precisión los gustos de los usuarios y estarán en mejor situación para tenerlos en el punto de mira.
Esta no es, en sí misma, una estrategia diferente de la que, por ejemplo, Facebook y Google utilizan habitualmente para conocer a los internautas y ofrecerles publicidad adaptada a sus supuestos gustos. Recordemos que, en la novela de Orwell 1984, los televisores obligatorios en cada domicilio, «ven» a través de la pantalla lo que hace la gente («¡Ahora podemos veros!»). Y la pregunta que plantea hoy la existencia de aparatos tipo Vizio es saber si estamos dispuestos a aceptar que nuestro televisor nos espíe.
A juzgar por la denuncia interpuesta, en agosto de 2015, por el diputado californiano Mike Gatto contra la empresa surcoreana Samsung, parece que no. La empresa fue acusada de equipar sus nuevos televisores también con un micrófono oculto capaz de grabar las conversaciones de los telespectadores, sin que éstos lo supieran, y de transmitirlas a terceros. Mike Gatto, que preside la Comisión de protección del consumidor y de la vida privada en el Congreso de California, presentó incluso una propuesta de ley para prohibir que los televisores pudieran espiar a la gente.
Por el contrario, Jim Dempsey, director del centro Derecho y Tecnologías, de la Universidad de California, en Berkeley, piensa que los televisores-chivatos van a proliferar: «La tecnología permitirá analizar los comportamientos de la gente. Y esto no sólo interesará a los anunciantes. También podría permitir la realización de evaluaciones psicológicas o culturales, que, por ejemplo, interesarán también a las compañías de seguros«. Sobre todo teniendo en cuenta que las empresas de recursos humanos y de trabajo temporal ya utilizan sistemas de análisis de voz para establecer un diagnóstico psicológico inmediato de las personas que les llaman por teléfono en busca de empleo
Repartidos un poco por todas partes, los detectores de nuestros actos y gestos abundan a nuestro alrededor, incluso, como acabamos de ver, en nuestro televisor: sensores que registran la velocidad de nuestros desplazamientos o de nuestros itinerarios; tecnologías de reconocimiento facial que memorizan la impronta de nuestro rostro y crean, sin que lo sepamos, bases de datos biométricos de cada uno de nosotros Por no hablar de los nuevos chips de identificación por radiofrecuencia (RFID), que descubren automáticamente nuestro perfil de consumidor, como hacen ya las «tarjetas de fidelidad» que generosamente ofrece la mayoría de los grandes supermercados (Carrefour, Alcampo, Eroski) y las grandes marcas (FNAC, el Corte Inglés).
Ya no estamos solos frente a la pantalla de nuestro ordenador. ¿Quién ignora a estas alturas que son examinados y filtrados los mensajes electrónicos, las consultas en la red, los intercambios en las redes sociales? Cada clic , cada uso del teléfono, cada utilización de la tarjeta de crédito y cada navegación en Internet suministra excelentes informaciones sobre cada uno de nosotros, que se apresura a analizar un imperio en la sombra al servicio de corporaciones comerciales, de empresas publicitarias, de entidades financieras, de partidos políticos o de autoridades gubernamentales.
El necesario equilibrio entre libertad y seguridad corre, por tanto, el peligro de romperse. En la película de Michael Radford, 1984, basada en la novela de George Orwell, el presidente supremo, llamado Big Brother, define así su doctrina: «La guerra no tiene por objetivo ser ganada, su objetivo es continuar«; y: «La guerra la hacen los dirigentes contra sus propios ciudadanos, y tiene por objeto mantener intacta la estructura misma de la sociedad».
Dos principios que, extrañamente, están hoy a la orden del día en nuestras sociedades contemporáneas. Con el pretexto de tratar de proteger al conjunto de la sociedad, las autoridades ven en cada ciudadano a un potencial delincuente. La guerra permanente (y necesaria) contra el terrorismo les proporciona una coartada moral impecable y favorece la acumulación de un impresionante arsenal de leyes para proceder al control social integral.
Y más teniendo en cuenta que la crisis económica aviva el descontento social que, aquí o allí, podría adoptar la forma de motines ciudadanos, levantamientos campesinos o revueltas en los suburbios. Más sofisticadas que las porras y las mangueras de las fuerzas del orden, las nuevas armas de vigilancia permiten identificar mejor a los líderes y ponerlos fuera de juego anticipadamente.
«Habrá menos intimidad, menos respeto a la vida privada, pero más seguridad«, nos dicen las autoridades. En nombre de ese imperativo se instala así, a hurtadillas, un régimen de seguridad al que podemos calificar de «sociedad de control».
En la actualidad, el principio del «panóptico» se aplica a toda la sociedad. En su libro Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, el filósofo Michel Foucault explica cómo el «Panóptico» («el ojo que todo lo ve«) es un dispositivo arquitectónico que crea una «sensación de omnisciencia invisible» y que permite a los guardianes ver sin ser vistos dentro del recinto de una prisión. Los detenidos, expuestos permanentemente a la mirada oculta de los «vigilantes», viven con el temor de ser pillados en falta. Lo cual les lleva a autodisciplinarse. De esto podemos deducir que el principio organizador de una sociedad disciplinaria es el siguiente: bajo la presión de una vigilancia ininterrumpida, la gente acaba por modificar su comportamiento.
Como afirma Glenn Greenwald: «Las experiencias históricas demuestran que la simple existencia de un sistema de vigilancia a gran escala, sea cual sea la manera en que se utilice, es suficiente por sí misma para reprimir a los disidentes. Una sociedad consciente de estar permanentemente vigilada se vuelve enseguida dócil y timorata».
Hoy en día, el sistema panóptico se ha reforzado con una particularidad nueva con relación a las anteriores sociedades de control que confinaban a las personas consideradas antisociales, marginales, rebeldes o enemigas en lugares de privación de libertad cerrados: prisiones, penales, reformatorios, manicomios, asilos, campos de concentración. Sin embargo, nuestras sociedades de control contemporáneas dejan en aparente libertad a los sospechosos (o sea, a todos los ciudadanos), aunque los mantienen bajo vigilancia electrónica permanente.
La contención digital ha sucedido a la contención física.
A veces, esta vigilancia constante también se lleva a cabo con ayuda de chivatos tecnológicos que la gente adquiere libremente: ordenadores, teléfonos móviles, tabletas, abonos de transporte, tarjetas bancarias inteligentes, tarjetas comerciales de fidelidad, localizadores GPS, etc. Por ejemplo, el portal Yahoo!, que consultan regular y voluntariamente unos 800 millones de personas, captura una media de 2.500 rutinas al mes de cada uno de sus usuarios.
En cuanto a Google, cuyo número de usuarios sobrepasa los mil millones, dispone de un impresionante número de sensores para espiar el comportamiento de cada usuario: el motor Google Search, por ejemplo, le permite saber dónde se encuentra el internauta, lo que busca y en qué momento. El navegador Google Chrome, un megachivato, envía directamente a Alphabet (la empresa matriz de Google) todo lo que hace el usuario en materia de navegación. Google Analytics elabora estadísticas muy precisas de las consultas de los internautas en la Red. Google Plus recoge información complementaria y la mezcla. Gmail analiza la correspondencia intercambiada, lo cual revela mucho sobre el emisor y sus contactos. El servicio DNS (Domain Name System, o Sistema de nombres de dominio) de Google analiza los sitios visitados.
YouTube, el servicio de vídeos más visitado del mundo, que pertenece también a Google y, por tanto, a Alphabet, registra todo lo que hacemos en él. Google Maps identifica el lugar en el que nos encontramos, adónde vamos, cuándo y por qué itinerario AdWords sabe lo que queremos vender o promocionar. Y desde el momento en que encendemos un smartphone con Android, Google sabe inmediatamente dónde estamos y qué estamos haciendo.
Nadie nos obliga a recurrir a Google, pero cuando lo hacemos, Google lo sabe todo de nosotros. Y, según Julian Assange, inmediatamente informa de ello a las autoridades estadounidenses.
En otras ocasiones, los que espían y rastrean nuestros movimientos son sistemas disimulados o camuflados, semejantes a los radares de carretera, los drones o las cámaras de vigilancia (llamadas también de «videoprotección»). Este tipo de cámaras ha proliferado tanto que, por ejemplo, en el Reino Unido, donde hay más de cuatro millones de ellas (una por cada quince habitantes), un peatón puede ser filmado en Londres hasta 300 veces cada día. Y las cámaras de última generación, como la Gigapan, de altísima definición (más de mil millones de píxeles), permiten obtener, con una sola fotografía y mediante un vertiginoso zoom dentro de la propia imagen, la ficha biométrica del rostro de cada una de las miles de personas presentes en un estadio, en una manifestación o en un mitin político.
A pesar de que hay estudios serios que han demostrado la débil eficacia de la videovigilancia en materia de seguridad, esta técnica sigue siendo refrendada por los grandes medios de comunicación. Incluso una parte de la opinión pública ha terminado por aceptar la restricción de sus propias libertades: el 63 por ciento de los franceses se declara dispuesto a una «limitación de las libertades individuales en Internet en razón de la lucha contra el terrorismo«.
Lo cual demuestra que el margen de progreso en materia de sumisión es todavía considerable.