Estados Unidos ha sostenido la Guerra de Afganistán con los grandes traficantes de opio

La primera imagen indeleble de la guerra en Afganistán para muchos estadounidenses fue probablemente la del periodista de la CBS Dan Rather, envuelto en las voluminosas ropas de un luchador muyahidín, con el aspecto de un pariente saludable de Lawrence de Arabia —aunque con pelo que parecía recién secado con secador, como algunos espectadores señalaron rápidamente—. Desde su ladera de montaña secreta “en algún lugar en el Hindu Kush”, Rather descargó sobre su público un cargamento de sinsentidos sobre el conflicto. Los soviéticos, confió Rather portentosamente, habían puesto un precio a su cabeza de “muchos miles de dólares”. Continuó: “Fue el mejor regalo que me podían haber dado. Y que mi cabeza tenga precio era un pequeño precio a pagar por las verdades que contamos sobre Afganistán”.

Cada una de estas observaciones resultaron completamente falsas. Rather describió al Gobierno de Hafizullah Amin como un “régimen marioneta instalado por Moscú en Kabul”. Pero Amin tenía vínculos más cercanos con la CIA que con el KGB. Rather llamó a los muyahidines “los luchadores por la libertad afganos… que participaban en una lucha a muerte profundamente patriótica por su hogar”. Los muyahidines apenas estaban luchando por la libertad, en cualquier sentido con el que Rather hubiera estado cómodo, sino más bien por imponer uno de los estilos de fundamentalismo islámico más represivos conocidos en el mundo, bárbaro, ignorante y notablemente cruel para las mujeres.

Era un “hecho”, anunció Rather, que los soviéticos habían usado armas químicas contra aldeanos afganos. Esta era una afirmación promovida por el Gobierno de Reagan, que hizo la acusación de que la extraordinariamente precisa cifra de 3.042 afganos habían muerto a causa de esta lluvia química amarilla, una sustancia que había conseguido gloriosas victorias propagandísticas en su manifestación en Laos unos años antes, cuando la lluvia amarilla resultó ser excrementos de abeja altamente cargados con polen. Como Frank Broadhead señaló en el London Guardian, “su composición: una parte excrementos de abeja, más muchas partes de desinformación del Departamento de Estado mezcladas con credulidad de los medios”.

Rather afirmó que los muyahidines tenían una escasez severa de equipamiento, haciéndolo lo mejor que podían con rifles kalashnikov tomados de soldados soviéticos muertos. De hecho, los muyahidines estaban extremadamente bien equipados, al ser los receptores de armas proporcionadas por la CIA en la guerra encubierta más cara que la Agencia había jamás montado. Llevaban armas soviéticas, pero llegaron por cortesía de la CIA. Rather también mostró imágenes periodísticas que, según él, eran bombarderos soviéticos ametrallando pueblos afganos indefensos. El “bombardero soviético” era en realidad un avión de la fuerza aérea paquistaní en una misión de entrenamiento sobre el noroeste de Pakistán.

CBS afirmó haber descubierto en áreas bombardeadas por los soviéticos animales rellenos de explosivos soviéticos, diseñados para hacer volar en pedazos a niños afganos. Estos juguetes trampa de hecho habían sido fabricados por los muyahidines con el único propósito de estafar a CBS News, como un entretenido artículo en el New York Post aclaró posteriormente.

Rather recorrió de forma heroica el camino hasta Yunas Khalis, descrito como el líder de los guerreros afganos. En tonos de admiración que normalmente reserva para huracanes en el Golfo de México, Rather recuerda en su libro La cámara nunca parpadea dos veces, “la creencia en que lo correcto crea el poder puede haber estado desvaneciéndose en otras partes del mundo. En Afganistán estaba sana y salva, y golpeando a los soviéticos”. Khalis era un despiadado carnicero, con sus tropas presumiendo con cariño de su matanza de 700 prisioneros de guerra. Pasó la mayor parte de su tiempo luchando, pero las guerras no eran principalmente con los soviéticos. En vez de eso, Khalis combatía contra otros grupos rebeldes afganos, siendo el objeto de los conflictos el control de los campos de amapola y las carreteras y senderos desde ellos a sus siete laboratorios de heroína cerca de su cuartel general en la ciudad de Ribat al Ali. El 60 por ciento de la cosecha de opio de Afganistán se cultivaba en el Valle de Helmand, con una infraestructura de irrigación garantizada por USAID.

En sus informes desde el frente Rather mencionaba el comercio local de opio, pero de una forma notablemente falsa. “Los afganos”, dijo, “habían convertido Darra en una ciudad en auge, vendiendo su opio de cultivo local a cambio de las mejores armas disponibles, y después regresando a luchar a Afganistán”.

Darra es una ciudad en el noroeste de Pakistán donde la CIA había instalando una fábrica para producir armas de estilo soviético que estaba repartiendo a todos los afganos que llegaban. La fábrica de armas estaba dirigida bajo contrato por la Dirección de Inteligencia Inter-Services de Pakistán. Gran parte del opio transportado en camiones a Darra desde Afganistán se vendía al gobernador paquistaní del territorio del noroeste, el teniente general Fazle Huq. Desde este opio la heroína se refinaba en laboratorios en Darra, se colocaba en camiones del Ejército paquistaní y se transportaba hasta Karachi, para después ser embarcada a Europa y Estados Unidos.

Rather menospreciaba la reacción del Gobierno de Carter al golpe respaldado por los soviéticos en 1979, con la acusación de que la respuesta de Carter había sido tibia y tardía. De hecho, el presidente Carter había reaccionado con una gama de movimientos que deberían haber causado envidia a los halcones de Reagan que, un par de años después, le estaban atacando por ser un cobarde de la Guerra Fría. Carter no sólo retiró a Estados Unidos de los Juegos Olímpicos de 1980, sino que cortó las ventas de cereales a la Unión Soviética, para gran angustia de los granjeros del medio oeste; detuvo el tratado SALT II; se comprometió a aumentar el presupuesto de defensa de Estados Unidos en un 5 por ciento al año hasta que los soviéticos salieran de Afganistán; y reveló la doctrina Carter de contención en el sur de Asia, sobre la que el historiador de la CIA John Ranelagh dice que llevó a Carter a aprobar “más operaciones secretas de la CIA de lo que Reagan hizo más tarde”.

Carter confesó posteriormente en sus memorias que estuvo más agitado por la invasión de Afganistán que por cualquier otro acontecimiento de su presidencia, incluida la revolución iraní. La CIA convenció a Carter de que podía ser el comienzo de un impulso de los soviéticos hacia el Golfo Pérsico, un escenario que llevó a que el presidente seriamente considerara el uso de armas nucleares tácticas.

Tres semanas después de que los tanques soviéticos llegaran a Kabul, el secretario de Defensa de Carter, Harold Brown, estaba en Beijing, acordando una transferencia de armas de los chinos a las tropas afganas apoyadas por la CIA reunidas en Pakistán. Los chinos, a los que se compensó generosamente por el acuerdo, aceptaron e incluso consintieron en enviar consejeros militares. Brown consiguió un acuerdo similar con Egipto para comprar 15 millones de dólares en armas. “Estados Unidos ha sostenido la Guerra de Afganistán con los grandes traficantes de opio me contactó”, Anwar Sad recordaba poco antes de su asesinato. “Me dijeron: ‘Por favor abre tus almacenes para nosotros para que podamos dar a los afganos el armamento que necesitan para luchar’. Y les di el armamento. El transporte de armas a los afganos empezó desde El Cairo en aviones estadounidenses”.

Pero pocos en el Gobierno de Carter creían que los rebeldes tuvieran alguna posibilidad de derrotar a los soviéticos. Bajo la mayor parte de los escenarios, la guerra parecía destinada a ser una matanza, con civiles y rebeldes pagando un precio importante. El objetivo de la doctrina Carter era más cínica. Era desangrar a los soviéticos, con la esperanza de entramparles en un atolladero al estilo Vietnam. El alto nivel de bajas civiles no perturbó a los arquitectos de la intervención encubierta estadounidense. “Decidí que podía vivir con eso”, recordaba el director de la CIA de Carter, Stansfield Turner.

Antes de la invasión soviética, Afganistán apenas suponía un tema de interés para la prensa nacional, apareciendo en sólo un puñado de historias anuales. En diciembre de 1973, cuando la distensión estaba cerca de su cénit, el Wall Street Journal publicó una extraña historia en la portada sobre el país, titulada “¿Codician Afganistán los rusos? Si es así, es difícil figurarse por qué”. El reportero Peter Kann, que después se convertiría en presidente y editor del Journal, escribía que “los grandes estrategas del poder tienden a considerar Afganistán como una especie de eje sobre el que se mueve el equilibrio mundial de poder. Pero de cerca, Afganistán parece menos un eje, dominó o paso intermedio que una inmensa expansión de desierto baldío con unos pocos bazares llenos de moscas, un buen número de tribus enemistadas y mucha gente miserablemente pobre”.

Después de que la Unión Soviética lo invadiera, este páramo adquirió rápidamente el estatus de un precioso premio geopolítico. Un editorial del Journal tras la entrada soviética decía que Afganistán era “más serio que un mero paso intermedio” y, en respuesta, pedía el estacionamiento de tropas estadounidenses en Oriente Medio, el aumento de gastos militares, la expansión las operaciones encubiertas y el restablecimiento del servicio militar obligatorio. Drew Middleton, en aquel momento corresponsal del New York Times en el Departamento de Defensa, presentó un temible análisis post-invasión en enero de 1980: “La sabiduría convencional en el Pentágono”, escribió, “es que en términos puramente militares, los rusos están en una posición frente a Estados Unidos mucho mejor que como estaba Hitler contra Gran Bretaña y Francia en 1939”.

La máquina de agitprop del Pentágono y la CIA subió de marcha: el 3 de enero de 1980, George Wilson, del Washington Post, informó de que líderes militares esperaban que la invasión “ayudara a curar la resaca ‘nunca más’ de Vietnam del público estadounidense”. Newsweek dijo que el “impulso soviético” representaba “una severa amenaza” para los intereses de Estados Unidos: “El control de Afganistán pondría a los rusos a 350 millas [563 km] del Mar Arábigo, el salvavidas petrolífero de Occidente y Japón. Los aviones de guerra soviéticos situados en Afganistán podrían cortar el salvavidas a voluntad”. The New York Times apoyó la petición de Carter de mayor gasto militar y defendió los programas de misiles Cruise y Tridente, “investigación más rápida sobre el MX o algún otro misil de tierra móvil”, y la creación de una fuerza de despliegue rápido para la intervención en el Tercer Mundo, llamando a esta última una “inversión en diplomacia”.

En resumen, Afganistán demostró ser una gloriosa campaña tanto para la CIA como para el Departamento de Defensa, una fulgurante ofensiva en la que olas de crédulos y sumisos periodistas fueron enviados para promulgar la grotesca proposición de que Estados Unidos estaba bajo amenaza militar. Para cuando Reagan tomó posesión, él y su director de la CIA William Casey recibieron apoyo para su propio plan afgano intensificado desde un origen improbable, el Congreso controlado por los demócratas, que estaba presionando para duplicar el gasto en la guerra. “Fue un beneficio imprevisto” para el Gobierno de Reagan, dijo un miembro del personal del Congreso al Washington Post. “Habían recibido tanta oposición a la acción encubierta en Centroamérica y aquí viene el Congreso a ayudar y a lanzarles dinero, y ellos dicen ‘¿Quiénes somos nosotros para decir que no?”.

Mientras la CIA aumentaba su respaldo a los muyahidines —el presupuesto de la CIA para Afganistán alcanzó finalmente los 3.200 millones de dólares, la operación secreta más cara de su historia—, un miembro de la Casa Blanca del Consejo Estratégico del presidente sobre Abuso de Drogas, David Musto, informó a la administración de que la decisión de armar a los muyahidines fallaría: “Dije al Consejo que estábamos yendo a Afganistán a apoyar a los cultivadores de opio en su rebelión contra los soviéticos. ¿No deberíamos intentar evitar lo que habíamos hecho en Laos? ¿No deberíamos intentar pagar a los cultivadores si erradican su producción de opio? Hubo silencio”.

Tras lanzar esta advertencia, Musto y un colega en el consejo, Joyce Lowinson, siguieron cuestionando la política de Estados Unidos, pero vieron sus indagaciones bloqueadas por la CIA y el Departamento de Estado. Frustrados, recurrieron a la página de opinión del New York Times y escribieron, el 22 de mayo de 1980: “Nos preocupa el cultivo de opio en Afganistán o Pakistán por miembros de tribus rebeldes que aparentemente son los principales adversarios de las tropas soviéticas en Afganistán. ¿Nos estamos equivocando al hacer amistad con estas tribus igual que hicimos en Laos cuando Air America (fletada por la Agencia Central de Inteligencia) ayudó a transportar opio crudo desde ciertas zonas tribales?”. Pero Musto y Lowinson chocaron con el silencio de nuevo, no sólo de la administración sino de la prensa. Era una herejía cuestionar la intervención encubierta en Afganistán.

Más adelante en 1980, Hoag Levins, un escritor del Philadelphia Magazine, entrevistó a un hombre al que identificaba como un cargo de seguridad de “alto nivel” en el Departamento de Justicia del Gobierno de Carter y le citaba así: “Tienes al Gobierno caminando de puntillas alrededor de esto como si fuera una mina terrestre. El tema del opio y la heroína en Afganistán es explosivo… En el discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente mencionó el abuso de drogas pero fue muy cuidadoso en evitar mencionar Afganistán, aunque Afganistán es donde las cosas están pasando ahora… ¿Por qué no estamos adoptando una mirada más crítica hacia las armas que estamos enviando ahora a bandas de narcotraficantes que obviamente van a usarlas para aumentar la eficiencia de su operación de tráfico de drogas?”.

La DEA era bien consciente de que los rebeldes muyahidines estaban profundamente involucrados en el comercio de opio. Los informes de la agencia de drogas en 1980 muestran que las incursiones rebeldes afganas desde sus bases de Pakistán contra posiciones soviéticas estaban “en parte determinadas por la plantación de opio y las estaciones de cosecha”. Los números eran crudos e imponentes. La producción afgana de opio se triplicó entre 1979 y 1982. Había pruebas de que para 1981 los productores afganos de heroína se habían hecho con el 60 por cien del mercado de la heroína en Europa occidental y Estados Unidos (éstas son cifras de la ONU y la DEA).

En 1971, en el momento álgido de la participación de la CIA en Laos, había alrededor de 500.000 adictos a la heroína en Estados Unidos. Para mediados y finales de los 70 este total había caído a 200.000. Pero en 1981 con la nueva afluencia de heroína afgana y los consiguientes bajos precios, la población adicta a la heroína aumentó hasta 450.000. En la ciudad de Nueva York, sólo en 1979 —el año en que empezó el flujo de armas a los muyahidines—, las muertes relacionadas con la heroína se incrementaron un 77 por ciento. Las únicas víctimas estadounidenses públicamente reconocidas en los campos de batalla afganos fueron algunos musulmanes negros que viajaron al Hindu Kush desde Estados Unidos para luchar en nombre del profeta. Pero las víctimas de la droga dentro de Estados Unidos desde la guerra secreta de la CIA, particularmente en las ciudades del interior, se contaban por miles, además de la indecible desgracia y sufrimiento social.

Desde el siglo XVII las amapolas de opio han sido cultivadas en el así llamado Creciente Dorado, donde convergen las tierras altas de Afganistán, Pakistán e Irán. Durante casi cuatro siglos este era un mercado interno. Para la década de 1950 se producía muy poco opio tanto en Afganistán como en Pakistán, con quizás 2.500 acres bajo cultivo en estos dos países. Los fértiles campos de cultivo del valle de Helmand en Afganistán, para los 80 bajo intenso cultivo de amapola de opio, estaban cubiertos con viñedos, campos de trigo y plantaciones de algodón.

En Irán, la situación era claramente diferente a principios de los 50. El país, dominado por empresas petrolíferas y agencias de inteligencia británicas y estadounidenses, estaba produciendo 600 toneladas de opio al año y tenía 1,3 millones de adictos al opio, solo superado por China donde, en el mismo momento, los imperialistas occidentales del opio todavía dominaban. Entonces, en 1953, Mohammed Mossadegh, el equivalente nacionalista de Irán del chino Sun Yat-sen, ganó las elecciones e inmediatamente buscó suprimir el comercio de opio. En unas pocas semanas, el Secretario de Estado de Estados Unidos John Foster Dulles estaba llamando loco a Mossadegh, y el hermano de Dulles, Allen, dirigente de la CIA, envió a Kermit Roosevelt para organizar un golpe contra él. En agosto de 1953 Mossadegh fue derribado, el shah fue instalado por la CIA, y los campos de petróleo y opio de Irán estaban de nuevo en manos amigas. La producción siguió inalterada hasta la toma del poder en 1979 del ayatolá Jomeini, punto en el cual Irán tenía un problema muy serio con el opio en términos de la adicción de su propia población. A diferencia de los caudillos muyahidines, el ayatolá era un constructivista estricto de la ley islámica en el tema de los intoxicantes: los adictos y los traficantes se enfrentaban a la pena de muerte. La producción de opio en Irán cayó drásticamente.

En Afganistán en los 50 y 60, el relativamente escaso comercio de opio estaba controlado por la familia real, encabezada por el rey Mohammed Zahir. Todos los grandes estados feudales tenían sus campos de opio, principalmente para satisfacer el consumo doméstico de la droga. En abril de 1978 un golpe populista derribó al régimen de Mohammed Daoud, que había formado una alianza con el shah de Irán. El shah había enviado dinero en dirección a Daoud —2.000 millones de dólares según un informe— y se trajo a la policía secreta iraní, el Savak, para entrenar a la fuerza de seguridad interna de Daoud. El nuevo Gobierno afgano estaba dirigido por Noor Mohammed Taraki. El Gobierno de Taraki hizo movimientos hacia la reforma agraria, por lo tanto un ataque contra los estados feudales cultivadores de opio. Taraki fue a la ONU, donde solicitó y recibió préstamos para sustitución de cosechas para los campos de amapolas.

Taraki también presionó con dureza contra la producción de opio en las zonas fronterizas dominadas por fundamentalistas, ya que éstos estaban utilizando los ingresos del opio para financiar ataques contra el Gobierno central afgano, al que veían como una encarnación malsana de la modernidad que permitía a las mujeres ir al colegio e ilegalizaba los matrimonios concertados y el precio de la novia.

Para la primavera de 1979 el protagonista de los héroes de Dan Rather, el muyahidín, también estaba empezando a surgir. The Washington Post informó que a los muyahidines les gustaba “torturar a sus víctimas primero cortando sus narices, orejas y genitales, después quitando un trozo de piel tras otro”. Durante ese año los muyahidines manifestaron particular animosidad hacia los occidentales, matando seis alemanes del oeste y un turista canadiense y golpeando con severidad a un agregado militar estadounidense. Es también irónico que en ese año los muyahidines estuvieran consiguiendo dinero no sólo de la CIA sino de Muamar el Gadafi de Libia, que les envió 250.000 dólares.

En el verano de 1979, más de seis meses antes de que los soviéticos entraran, el Departamento de Estado de Estados Unidos produjo un memorándum que dejaba claro cómo veía las apuestas, sin importar lo moderno de mente que pudiera ser Taraki, o lo feudales que fueran los muyahidín: “El mayor interés de Estados Unidos… se vería satisfecho por la muerte del régimen Taraki-Amin, a pesar de cuales fueran los reveses que esto podría significar para futuras reformas sociales y económicas en Afganistán”. El informe continuaba: “El derrocamiento de la RDA [República Democrática de Afganistán] mostraría al resto del mundo, concretamente al Tercer Mundo, que la visión de los soviéticos del curso socialista de la historia como inevitable no es correcta”.

Muy presionado por las fuerzas conservadoras en Afganistán, Taraki apeló a los soviéticos en busca de ayuda, lo que declinaron en base a que eso era exactamente lo que sus mutuos enemigos estaban esperando.

En septiembre de 1979 Taraki fue asesinado en un golpe organizado por responsables militares afganos. Hafizullah Amin fue instalado como presidente. Tenía impecables credenciales occidentales, habiendo estado en la Universidad de Columbia de Nueva York y la Universidad de Wisconsin. Amin había sido presidente de la Asociación de Estudiantes Afganos, que había sido financiada por la Fundación Asia, un grupo intermediario, o fachada, de la CIA. Tras el golpe Amin empezó a encontrarse regularmente con responsables de la embajada de Estados Unidos en un momento en el que Estados Unidos estaba armando a rebeldes islámicos en Pakistán. Temiendo a un régimen fundamentalista respaldado por Estados Unidos presionando contra su propia frontera, la Unión Soviética invadió Afganistán por la fuerza el 27 de diciembre de 1979.

Después comenzó la expansión de la CIA iniciada por Carter que tanto preocupó al experto sobre drogas de la Casa Blanca David Musto. En una réplica de lo que ocurrió tras el golpe apoyado por la CIA en Irán, los estados feudales pronto volvieron a la producción de opio y el programa de sustitución de cosechas terminó.

Debido a que Pakistán tenía un programa nuclear, Estados Unidos tenía una prohibición de ayuda exterior sobre el país. Pronto fue levantada a medida que el desarrollo de una guerra próxima en Afganistán se convertía en política prioritaria. De forma bastante rápida, sin ninguna desaceleración discernible en su programa nuclear, Pakistán se convirtió en el tercer mayor receptor de ayuda estadounidense a nivel mundial, justo detrás de Israel y Egipto. Las armas llegaban a Karachi desde Estados Unidos y eran enviadas a Peshawar por la Célula Nacional de Logística, una unidad militar controlada por la policía secreta de Pakistán, el ISI. Desde Peshawar esas armas que no eran simplemente vendidas a todo tipo de clientes (los iraníes consiguieron 16 misiles Stinger, uno de los cuales fue utilizado contra un helicóptero de Estados Unidos en el Golfo) eran repartidas por el ISI a las facciones afganas.

Aunque la prensa de Estados Unidos, con Dan Rather en primer plano, retrataba a los muyahidín como una fuerza unificada de luchadores por la libertad, el hecho —nada sorprendente para cualquiera con idea de historia afgana— era que los muyahidin consistían en al menos siete facciones en guerra, todas combatiendo por territorio y control del comercio de opio. El ISI dio la mayor parte de las armas —según un cálculo el 60 por ciento— al fundamentalista particularmente fanático y enemigo de las mujeres Gulbuddin Hekmatyar, que hizo su debut público en la Universidad de Kabul matando a un estudiante izquierdista. En 1972 Hekmatyar voló a Pakistán, donde se convirtió en agente del ISI. Instó a sus seguidores a lanzar ácido a las caras de las mujeres que no llevaran velo, secuestró a líderes rivales y acumuló un arsenal nutrido por la CIA para el día en que los soviéticos se marcharan y la guerra por el dominio de Afganistán realmente estallara.

Utilizando sus armas para hacerse con el control de los campos de opio, Hekmatyar y sus hombres instaban a los campesinos, a punta de pistola, a aumentar la producción. Recogían el opio crudo y lo llevaban a las seis fábricas de heroína de Hekmatyar en la ciudad de Koh-i-Soltan.

Uno de los principales rivales de Hekmatyar en los muyahidin, Mullah Nasim, controlaba los campos de amapolas de opio en el valle de Helmand, produciendo 260 toneladas de opio al año. Su hermano, Mohammed Rasul, defendía esta iniciativa agrícola afirmando: “Debemos cultivar y vender opio para luchar en nuestra guerra santa contra los no creyentes rusos”. A pesar de este pronunciamiento bien calculado, pasaban casi todo su tiempo luchando contra sus hermanos creyentes, utilizando las armas enviadas por la CIA para intentar conseguir la ventaja en estas luchas internas. En 1989 Hekmatyar lanzó un asalto contra Nassim, intentando hacerse con el control del valle de Helmand. Nassim luchó contra él, pero pocos meses después Hekmatyar maquinó con éxito el asesinato de Nassim cuando ostentaba el puesto de viceministro de Defensa en el Gobierno provisional afgano post-soviético. Hekmatyar ahora controlaba el opio que crecía en el valle de Helmand.

Los agentes estadounidenses de la DEA estaban totalmente informados del control de la droga por los muyahidin concertados con líderes de inteligencia y militares paquistaníes. En 1983 el enlace de la DEA con el Congreso, David Melocik, dijo a un comité del Congreso: “Puedes decir que los rebeldes hacen su dinero de la venta de opio. No hay ninguna duda sobre ello. Estos rebeldes mantienen su causa mediante la venta de opio”. Pero hablar sobre que “la causa” dependía de ventas de droga no tenía sentido en ese momento en concreto. La CIA estaba pagando por todo de todas maneras. Los ingresos del opio estaban acabando en cuentas offshore en el Banco Habib, uno de los mayores de Pakistán, y en las cuentas de BCCI, fundada por Agha Hasan Abedi, que empezó su carrera bancaria en Habib. La CIA estaba utilizando simultáneamente el BCCI para sus propias transacciones secretas.

La DEA tenía pruebas de que más de 40 organizaciones de heroína funcionaban en Pakistán a mediados de los 80 durante la guerra afgana, y había pruebas de más de 200 laboratorios de heroína funcionando en el noroeste de Pakistán. Aunque Islamabad alberga una de las mayores oficinas de la DEA en Asia, nunca se tomó ninguna acción por agentes de la DEA contra ninguna de estas operaciones. Como un responsable de Interpol dijo al periodista Lawrence Lifschultz, “es muy extraño que los estadounidenses, con el tamaño de sus recursos, y el poder político que tienen en Pakistán, no hayan conseguido romper un solo caso. No se puede encontrar la explicación en una falta de adecuado trabajo policial. Han tenido algunos hombres excelentes trabajando en Pakistán”. Pero trabajando en las mismas oficinas que esos agentes de la DEA estaban cinco responsables de la CIA que, así lo contó uno de los agentes de la DEA posteriormente al Washington Post, les ordenaron retirar sus operaciones en Afganistán y Pakistán mientras duraba la guerra.

Esos agentes de la DEA eran muy conscientes del perfil marchado por la droga de una compañía que la CIA estaba utilizando para suministrar efectivo a los muyahidines, de nombre Shakarchi Trading Company. Esta empresa de propiedad libanesa había sido objeto de una larga investigación de la DEA sobre lavado de dinero. Uno de los principales clientes de Shakarchi era Yasir Musullulu, quien en una ocasión había sido agarrado intentando entregar un cargamento de 8,5 toneladas de opio afgano a miembros del sindicato del crimen de Gambino en Nueva York. Un informe de la DEA apuntó que Shakarchi mezclaba “el dinero de los traficantes de heroína, morfina base y hachís con el de los joyeros que compran oro en el mercado negro de los traficantes de Oriente Medio”.

En mayo de 1984 el vicepresidente George Bush viajó a Pakistán para conferenciar con el general Zia al Huq y otros miembros de alto rango del régimen paquistaní. En ese momento, Bush era el dirigente del Sistema Nacional de Interdicción de Narcóticos en la Frontera. En esta última función, uno de los primeros movimientos de Bush fue expandir el papel de la CIA en operaciones de drogas. Dio a la Agencia la principal responsabilidad en el control sobre, los informadores de droga. El dirigente operativo de este grupo de trabajo era el almirante retirado Daniel J. Murphy.

Murphy impulsó el acceso a la inteligencia sobre organizaciones de droga pero se quejó de que la CIA siempre estaba dando largas. “No gané”, dijo más tarde al New York Times. “No conseguí tanta participación efectiva de la CIA como yo quería”. Otro miembro del grupo de trabajo lo dijo sin rodeos: “La CIA podría ser de valor, pero necesitas un cambio de valores y actitud. No sé de una sola cosa que jamás nos hayan dado que fuera útil”.

Bush ciertamente sabía bien que Pakistán se había convertido en el origen de la mayoría de la heroína de alta calidad que entraba en Europa occidental y Estados Unidos y que los generales con los que estaba tratando estaban profundamente involucrados en el comercio de drogas. Pero el vicepresidente, quien proclamó más tarde que “nunca negociaré con traficantes de droga en Estados Unidos o en suelo extranjero”, utilizó su viaje a Pakistán para alabar el régimen de Zia por su inquebrantable apoyo a la Guerra contra las Drogas. (Entre estas excursiones retóricas encontró tiempo, hay que decir, para extraer de Zia un contrato para comprar 40 millones de dólares en turbinas de gas fabricadas por General Electric).

Como era predecible, durante los 80 los gobiernos de Reagan y Bush hicieron todo lo posible por cargar la culpa del auge en la producción de heroína paquistaní sobre los generales soviéticos en Kabul. “El régimen mantiene una absoluta indiferencia ante cualquier medida para controlar la amapola”, declaró el fiscal general de Reagan, Edwin Meese, durante una visita a Islamabad en marzo de 1986. “Creemos firmemente que en realidad hay estímulo, al menos tácitamente, sobre la creciente amapola de opio”.

Meese sabía del tema. Su propio Departamento de Justicia había estado rastreando la importación de drogas desde Pakistán desde al menos 1982 y era muy consciente de que el comercio estaba controlado por rebeldes afganos y el Ejército paquistaní. Pocos meses después de un discurso de Meese en Pakistán, la Oficina de Aduanas de Estados Unidos detuvo a un hombre paquistaní llamado Abdul Wali mientras intentaba descargar más de una tonelada de hachís y una cantidad más pequeña de heroína en Estados Unidos en Port Newark (New Jersey). El Departamento de Justicia informó a la prensa de que Wali dirigía una organización de 50.000 miembros en el noroeste de Pakistán, pero la vicefiscal general Claudia Flynn se negó a revelar la identidad del grupo. Otro responsable federal dijo a Associated Press que Wali era un líder de los muyahidin.

También era conocido para los responsables de Estados Unidos que personas con estrechas relaciones con el presidente Zia estaban haciendo fortunas con el comercio de opio. La palabra “fortuna” aquí no es ninguna exageración, ya que uno de estos asociados de Zia tenía 3.000 millones de dólares en sus cuentas de BCCI. En 1983, un año antes de la visita de George Bush a Pakistán, uno de los médicos del presidente Zia, un herbalista japonés llamado Hisayoshi Maruyama fue arrestado en Ámsterdam empaquetando 17,5 kilos de heroína de alta calidad producida en Pakistán con opio afgano. En el momento de su arresto estaba disfrazado de boy scout.

Interrogado por agentes de la DEA tras su arresto, Maruyama dijo que él sólo era un correo para Mirza Iqbal Baig, un hombre a quien los agentes de aduanas describían como “el traficante de droga más activo en el país”. Baig tenía estrechas relaciones con la familia Zia y otros altos oficiales del Gobierno. Había sido dos veces objetivo de la DEA, a cuyos agentes se les dijo que no realizaran investigaciones sobre él debido a sus vínculos con el Gobierno de Zia. Un importante abogado paquistaní, Said Sani Ahmed, contó a la BBC que éste era el procedimiento estándar en Pakistán: “Podemos tener pruebas contra una individuo concreto, pero aun así nuestras agencias de seguridad no pueden poner las manos encima de gente así, porque sus superiores les prohíben actuar. Los verdaderos culpables tienen suficiente dinero y recursos. Francamente, están disfrutando de algún tipo de inmunidad”.

Baig era uno de los magnates de la ciudad paquistaní de Lahore, dueño de cines, centros comerciales, fábricas y una planta textil. No fue procesado por cargos de drogas hasta 1992, tras la caída del régimen de Zia, cuando un tribunal federal estadounidense de Brooklyn le procesó por tráfico de heroína. Estados Unidos finalmente ejerció la suficiente presión sobre Pakistán como para arrestarle en 1993; en la primavera de 1998 estaba en la cárcel en Pakistán.

Uno de los socios de Baig (como describió Newsweek) en sus negocios con la droga era Haji Ayub Afrid, un aliado cercano del presidente Zia, que había formado parte de la Asamblea General Paquistaní. Afridi vive a 35 millas [56 km.] de Peshawar en un gran complejo sellado por muros de seis metros de alto con alambre de concertina en la parte de arriba y con defensas que incluyen una batería antiaérea y un ejército privado de hombres de su tribu. Se decía que Afridi estaba a cargo de comprar opio crudo de los señores de la droga afganos, mientras Baig cuidaba de la logística y el envío a Europa y los Estados Unidos. En 1993 presuntamente ofreció dinero para acabar con la vida de un agente de la DEA que trabajaba en Pakistán.

Otro caso próximo al Gobierno de Zia implicó el arresto por cargos de droga de Hamid Hasnain, el vicepresidente de la mayor entidad financiera de Pakistán, el Banco Habib. El arresto de Hasnain se convirtió en la pieza central de un escándalo conocido como el “asunto de la Liga Paquistaní”. La banda de narcotraficantes fue investigada por un tenaz investigador noruego llamado Olyvind Olsen. El 13 de diciembre de 1983 la policía noruega requisó 3,5 kilos de heroína en el aeropuerto de Oslo en el equipaje de un paquistaní llamado Raza Qureishi. A cambio de una sentencia reducida Qureishi aceptó dar los nombres de sus suministradores a Olsen, el investigador de narcóticos. Poco después de su entrevista con Qureishi, Olsen voló a Islamabad para destapar a los otros miembros de la organización de heroína. Durante más de un año Olsen presionó a la Agencia de Investigación Federal (AIF) de Pakistán para arrestar a los tres hombres que Qureishi había señalado: Tahir Butt, Munawaar Hussain y Hasnain. Todos eran asociados de Baig y Zia. No fue hasta que Olsen amenazó con condenar públicamente el comportamiento de la AIF que la Agencia realizó alguna acción: finalmente, el 25 de octubre de 1985 la AIF arrestó a los tres hombres. Cuando los agentes paquistaníes atraparon a Hasnain fueron asaltados por un aluvión de amenazas. Hasnain habló de “terribles consecuencias” y afirmó ser “como un hijo” para el presidente Zia. Dentro del maletín de Hasnain los agentes de la AIF descubrieron registros de las extensas cuentas bancarias del presidente Zia además de las de la esposa e hija de Zia.

Inmediatamente después de conocer el arresto de Hasnain, la esposa de Zia, que estaba en Egipto en ese momento, telefoneó al jefe de la AIF. La mujer del presidente demandó imperiosamente la liberación del “banquero personal” de su familia. Resultó que Hasnain no sólo atendía los asuntos financieros secretos de la familia presidencial, sino también de los altos generales paquistaníes, que estaban robando dinero de las importaciones de armas de la CIA y haciendo millones del tráfico de opio. Pocos días después de la llamada de su esposa, el presidente Zia mismo estaba al teléfono con la AIF, exigiendo que los investigadores explicaran las circunstancias respecto al arresto de Hasnain. Zia pronto consiguió que Hasnain saliera bajo fianza a espera de juicio. Cuando Qureishi, el correo, subió al estrado para testificar contra Hasnain, el banquero y su coacusado pronunciaron amenazas de muerte contra el testigo en pleno juicio, suscitando una protesta del investigador noruego, que amenazó con retirarse de los procedimientos.

En última instancia el juez del caso tomó medidas, revocando la fianza de Hasnain y dándole una dura condena a prisión tras su condena. Pero Hasnain era sólo un pez relativamente pequeño que fue a la cárcel mientras generales culpables salieron libres. “Se le ha convertido en un cabeza de turco”, dijo Munir Bhatti al periodista Lawrence Lifschultz: “La CIA estropeó el caso. Las pruebas estaban distorsionadas. No hubo justificación para dejar escapar a los culpables reales que incluyen importantes personalidades en este país. Había pruebas en este caso que identificaban a esas personas”.

Esos eran los hombres a quienes la CIA estaba pagando 3.200 millones de dólares al año para dirigir la guerra afgana, y no hay persona que mejor personifique esta relación que el teniente general Fazle Huq, quien supervisó operaciones militares en el noroeste de Pakistán para el general Zia, incluyendo el armamento de los muyahidin que estaban utilizando la región como una base para sus ataques. Fue Huq quien se aseguró de que su aliado Hekmatyar recibió el grueso de los envíos de armas de la CIA, y también fue Huq quien supervisó y protegió las operaciones de los 200 laboratorios de heroína dentro de su jurisdicción. Huq había sido identificado en 1982 por la Interpol como un jugador clave en el comercio de opio afgano-paquistaní. Los líderes de la oposición paquistaní se refirieron a Huq como el Noriega paquistaní. Había sido protegido de investigaciones sobre droga por Zia y la CIA y posteriormente presumió de que con esas conexiones podía escapar “de cualquier cosa”.

Como otros narco-generales en el régimen de Zia, Huq también estaba muy relacionado con Agha Hassan Abedi, el jefe del BCCI. Abedi, Huq y Zia cenaban juntos casi todos los meses, y trataron varias veces con el director de la CIA de Reagan William Casey. Huq tenía una cuenta en el BCCI de tres millones de dólares. Después de que Zia fuera asesinado en 1988 por una bomba colocada (probablemente por importantes cargos militares) en su avión presidencial, Huq perdió algo de su protección oficial, y pronto fue arrestado por ordenar el asesinato de un clérigo chií.

Después de que la primera ministra Benazir Bhutto fuera depuesta, su sustituto Ishaq Khan liberó rápidamente a Huq de prisión. En 1991 Huq murió de un disparo, probablemente en venganza por la muerte del clérigo. El general del opio recibió un funeral de estado, donde fue elogiado por Ishaq Khan como “un gran soldado y competente administrador que jugó un encomiable papel en el progreso nacional de Pakistán”.

Benazir Bhutto había llegado al poder en 1988 entre fieras promesas de limpiar la corrupción bañada en droga de Pakistán, pero no pasó mucho tiempo hasta que su propio régimen fuera el centro de serias acusaciones. En 1989 la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos encontró información de que el marido de Benazir, Asif Ali Zardari, podía haber estado financiando grandes envíos de heroína desde Pakistán a Gran Bretaña y Estados Unidos. La DEA asignó uno de sus agentes, un hombre llamado John Banks, para que trabajara clandestinamente en Pakistán. Banks era un antiguo mercenario británico que había trabajado clandestinamente para Scotland Yard en grandes casos de droga internacionales.

Mientras estaba en Pakistán, Banks afirma que se presentaba como un miembro de la Mafia y que se había encontrado con Bhutto y su marido en su casa de Sind. Banks afirma también que viajó con Zardari a Islamabad, donde grabó secretamente cinco horas de conversación entre Zardari, un general de la fuerza aérea paquistaní y un banquero paquistaní. Los hombres discutían la logística de transportar heroína a Estados Unidos y Gran Bretaña: “Hablamos sobre cómo iban a enviar las drogas a Estados Unidos en un cúter metálico”, dijo Banks en 1996. “Me dijeron que el Reino Unido era otra zona donde habían enviado heroína y hachís de forma regular”. La Oficina de Aduanas Británica también había estado vigilando a Zardari por tráfico de drogas: “Recibimos inteligencia de tres o cuatro fuentes, sobre su presunta participación como financiero”, contaba un responsable británico de aduanas retirado al Financial Times. “Se informó de todo esto a la inteligencia británica”. El oficial de aduanas dice que su Gobierno no actuó en base a este informe. De igual forma, Banks afirma que la CIA detuvo la investigación de Zardari. Todo esto surgió cuando el Gobierno de Bhutto cayó por segunda vez, en 1996, bajo cargos de corrupción presentados principalmente contra Zardari, que está ahora en prisión por su papel en el asesinato de su cuñado Murtaza. Zardari también sigue acusado de malversar más de mil millones de dólares en fondos del Gobierno

En 1991 Nawz Sharif dice que mientras ejercía como primer ministro se le acercaron dos generales paquistaníes —Aslam Beg, jefe de personal para el Ejército, y Asad Durrani, jefe del ISI— con un plan para financiar decenas de operaciones encubiertas mediante la venta de heroína. “El general Durrani me dijo: ‘Tenemos un proyecto preparado para su aprobación”, explicó Sharif al periodista del Washington Post John Ward Anderson en 1994. “Estaba totalmente atónito. Tanto Beg como Durrani insistieron en que el nombre de Pakistán no sería citado en ningún lugar porque toda la operación sería llevada a cabo por terceros de confianza. Durrani después continuó mencionando una serie de operaciones militares encubiertas que tenían una desesperada necesidad de dinero”. Sharif dijo que rechazó el plan, pero cree que fue puesto en práctica cuando Bhutto recuperó el poder.

El impacto de la guerra afgana en las tasas de adicción de Pakistán fue incluso más drástico que el auge en la adicción a la heroína en Estados Unidos y Europa. Antes de que empezara el programa de la CIA, había menos de 5.000 adictos a la heroína en Pakistán. Para 1996, según Naciones Unidas, había más de 1,6 millones. El representante paquistaní en la Comisión de la ONU sobre Narcóticos, Raoolf Ali Khan, dijo en 1993 que “no hay rama del gobierno donde no esté extendida la corrupción de la droga”. Como ejemplo señaló el hecho de que Pakistán se gaste sólo 1,8 millones de dólares al año en esfuerzos antidroga, con una asignación de mil dólares para comprar gasolina para sus siete camiones.

Para 1994 el valor del tráfico de heroína en Pakistán era el doble del presupuesto gubernamental. Un diplomático occidental dijo al Washington Post en ese año que “cuando llegas a la fase en la que los narcotraficantes tienen más dinero que el Gobierno, van a ser necesarios notables esfuerzos y notables personas para darle la vuelta”. La magnitud del compromiso que se requiere es ilustrada por dos episodios. En 1991 la mayor redada antidroga en la historia del mundo ocurrió en la carretera de Peshawar a Karachi. Los funcionarios de aduanas paquistaníes se hicieron con 3,5 toneladas de heroína y 44 toneladas de hachís. Varios días después la mitad del hachís y la heroína se habían desvanecido junto con los testigos. Los sospechosos, cuatro hombres con vínculos con la inteligencia paquistaní, habían “escapado misteriosamente”, por usar los términos de un funcionario de aduanas paquistaní. En 1993 guardas fronterizos paquistaníes requisaron ocho toneladas de hachís y 1,7 toneladas de heroína. Cuando el caso se pasó a la junta de control de narcóticos paquistaní, todo el personal se fue de vacaciones para evitar verse involucrado en la investigación. Nadie fue castigado o molestado de alguna forma y los narcotraficantes salieron impunes. Incluso la CIA se vio eventualmente obligada a admitir en un informe al Congreso de 1994 que la heroína se había convertido en “la savia de la economía y el sistema político paquistaní”.

En febrero de 1989 Mijaíl Gorbachov sacó las tropas soviéticas de Afganistán, y pidió a EE UU que aceptara un embargo sobre la provisión de armas para cualquiera de las facciones muyahidines afganas, que estaban preparándose para otra fase de la guerra interna por el control del país. El presidente Bush se negó, asegurando así un período de continuación de la miseria y el horror para la mayoría de afganos. La guerra ya había convertido a la mitad de la población en refugiados, y generado tres millones de heridos y más de un millón de muertes. Las inclinaciones de los muyahidin en este punto se ilustran con un par de anécdotas. El corresponsal en Kabul de la Far Eastern Economic Review informó en 1989 sobre el tratamiento por los muyahidin de los prisioneros soviéticos: “Un grupo fue asesinado, despellejado y colgado en una carnicería. Un cautivo se convirtió en el centro de atracción en una partida de buzkashi, esa forma ruda de polo afgano en la que normalmente la pelota es una cabra sin cabeza. En su lugar se utilizó al cautivo. Vivo. Fue literalmente despedazado”. La CIA también tenía pruebas de que sus luchadores por la libertad habían drogado a más de 200 soldados soviéticos con heroína y les había encerrado en jaulas de animales donde, informó el Washington Post en 1990, llevaban “vidas de horror indescriptible”

En septiembre de 1996 los talibanes, fundamentalistas nutridos originariamente en Pakistán como criaturas tanto del ISI como de la CIA, tomaron el poder en Kabul, donde el mulá Omar, su líder anunció que todas las leyes incompatibles con la sharia musulmana se cambiarían. Se obligaría a las mujeres a asumir el chador y quedarse en casa, con segregación total de los sexos y las mujeres fuera de los hospitales, escuelas y baños públicos. La CIA continuó su apoyo de estos fanáticos medievales que, según Emma Bonino, la comisaria de la Unión Europea para Asuntos Humanitarios, estaban cometiendo “genocidio de género”.

Una ley en conflicto con la sharia que los talibanes aparentemente no tenían interés en cambiar era el mandato del profeta contra los intoxicantes. De hecho, los talibanes instaron a sus granjeros afganos a aumentar su producción de opio. Uno de los líderes talibanes, el “zar de la droga” Abdul Rashid, apuntó: “Si intentamos parar esto [el cultivo de opio] el pueblo estará en nuestra contra”. Para finales de 1996, según la ONU, la producción de opio afgano había alcanzado 2.000 toneladas métricas. Se estimaba que había 200.000 familias en Afganistán trabajando en el comercio de opio. Los talibanes tenían el control del 96 por ciento de toda la tierra afgana con cultivo de opio e impusieron un impuesto sobre la producción de opio y un peaje sobre los camiones que llevaban la cosecha.

En 1997 un granjero de opio afgano dio una respuesta irónica a la amenaza de Jimmy Carter sobre usar armas nucleares como parte de una respuesta a la invasión soviética de Afganistán en 1979. Amhud Gul dijo a un reportero del Washington Post: “Estamos cultivando esto [el opio] y exportándolo como una bomba atómica”. La intervención de la CIA había agitado su varita de nuevo. Para 1994, Afganistán, según el programa de control de drogas de la ONU, había sobrepasado a Burma como el suministrador número uno del mundo de opio crudo.

—https://www.counterpunch.org/2020/07/10/i-could-live-with-that-how-the-cia-made-afghanistan-safe-for-the-opium-trade/

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