Orestíada”. Quien confunde sus deseos con la realidad cosechará amargas
lecciones. “La letra con sangre entra”. Sólo los burros tropiezan dos
veces en la misma piedra. Si no aprendemos “por las buenas”, tendremos
que aprender “por las malas”. Cuando el amo azota a su siervo con un
látigo en la espalda, lo que le dice es que le está dando “una lección”.
Algunos diccionarios lo llaman “dar un escarmiento”.
La
dominación sólo es pedagogía en ese sentido brutal que ha tenido en
todas las sociedades de clase. Lo único que genera cierta cohesión
social entre dos clases enfrentadas de manera irremediable es, en
definitiva, el terror y, sobre todo, el miedo a quien puede desatar el
terror de manera impune. El siervo sabe que no tiene más remedio que
obedecer ciegamente porque, de lo contrario, empezará su sufrimiento.
Lo
más importante del sufrimiento es que no es necesario que todos sufran,
ni que sufran todo el tiempo. El amo siempre le recuerda al siervo que
se desvive por él, que se preocupa por su situación, por su bienestar y
su salud. Es lo que a veces llaman “la fábrica de consentimiento” o de
“consenso” que nos hace vivir la ilusión de que “todos navegamos en el
mismo barco” y de que “todos debemos remar en la misma dirección”, por
más que sólo algunos tengan callos en la palma de la mano. El timón no
deja esas huellas.
Hay consenso porque aún hay quien cree que, en
efecto, su gobierno, sus diputados y sus funcionarios se preocupan del
paro, del hambre, de la educación, de la sanidad o de la vivienda. Otros
creen que, efectivamente, no se preocupan del paro o de la educación,
pero sí de asuntos como la salud. Casi nadie pone la salud en cuestión,
lo cual demuestra que, en efecto, la sanidad es una “fábrica de
consenso”, que los virus afectan a todos por igual y que la ley marcial
es imprescindible para evitar el contagio.
Es posible que no
sepan lo que es una ley marcial, ni un contagio, ni un virus, ni una
pandemia, a pesar de que las palabras suelen ser suficientemente
descriptivas por sí mismas: una pandemia alcanza a todo el mundo y por
eso las declara la OMS, lo mismo que corresponde a cada uno de los
gobiernos declarar la ley marcial en su territorio.
Las
evidencias no se pueden negar porque brillan con luz propia, según dicen. Por
ejemplo, si uno se sube a un azotea y observa el firmamento de
madrugada, verá que el sol sale por un punto del horizonte justo en el
momento en que la luna se pone por el opuesto. Si hace la misma
observación por la tarde verá lo contrario, de donde deducirá que los
demás astros se mueven a su alrededor. Si sabe que no es así es porque,
además de ojos, tiene cabeza, es decir, porque es de esos que se lo
piensa dos veces.
Si las cosas fueran lo que parecen, la ciencia
no sería necesaria, dice Marx al comienzo de El Capital. Los precios no
son sólo una ecuación de equilibrio entre la oferta y la demanda. En
ellos hay cosas que no se ven, a veces tan abstractas como el “tiempo de
trabajo socialmente necesario”. Las facultades de economía sólo hablan
de las curvas de oferta y demanda porque el pensamiento burgués es
superficial y en su última etapa llega a ser de una vulgaridad
atronadora.
Por el contrario, el marxismo es la crítica por
antonomasia o, en otras palabras, la negación y la negación de la
negación, un término filosófico que hoy la burguesía repudia
salvajemente porque es lo más opuesto al consenso que cabe imaginar. El
siervo deja de serlo cuando le critica al amo y le dice que no. Entonces
se enfrenta a él. Empieza a pensar por sí mismo, investiga, lee, se
documenta. Pone todo patas arriba, profundiza, es decir, se pone a
excavar y busca lo que hay debajo de la superficie.
Ahora los
medios de comunicación han impuesto la tertulia, la charlatanería y la
vulgaridad, pero en la transición existió -fugazmente- un periodismo de
verdad, llamado “de investigación” y de denuncia, que hoy sería tachado
de conspiranoico y de negacionista porque diría que no a la versión
oficial, que es la del amo.
Esta pandemia ha vuelto a poner
encima de la mesa la maquinaria de fabricar consenso social y, en
consecuencia, a destapar hasta qué punto los alternativos son realmente
alternativos, o sea, hasta qué punto se tragan la versión oficial, hasta
qué punto profundizan. Casi todo ha quedado escrito negro sobre blanco.
Los
alternativos aceptan el calificativo de “radicales” que cada día la
burguesía les arroja encima de los hombros porque el radical -dicen- es
aquel que va a la raíz de las cosas. Pero, ¿hasta qué punto los
radicales han llegado a la raíz de esta pandemia?, ¿en qué momento se
han cansado de excavar?, ¿creen que los gobiernos de todo el mundo han
impuesto la ley marcial porque les preocupa la salud de sus habitantes?,
¿se preocupa la OMS por dicha salud?
Está emergiendo lo que se
podría calificar como un “fascismo técnico”, donde el panóptico, la
maquinaria de control social, no se viste con los ropajes de uno u otro
partido político, sino de las “ciencias naturales”, como advirtió
Dostoievski en su obra “Los posesos”. Los nuevos métodos de educación
son “totalmente lógicos”, escribió. No son discutibles porque sólo la
política lo es; la ciencia es indiscutible. Entonces basta sellar el
terrorismo de Estado con el membrete de un experto para generar consenso social.
El fascismo
técnico y sanitario ya existió en el III Reich, donde los encargados de
separar a los judíos de los los arios eran médicos. La ley judía dice
que son judíos los hijos de madre judía, pero los nazis no podían
aceptar una ley judía como válida, así que impusieron su propio
criterio. Los judíos que habían renegado de su fe, seguían siendo
judíos, y también había otros que no sabían que lo eran, pero que fueron
catalogados como tales por motivos “científicos”.
La ciencia y
la técnica son una manera como cualquier otra de acallar las críticas.
Nadie, ni siquiera el antisistema más furibundo, tiene por qué saber lo
que es un virus, ni un contagio, ni una inmunización, ni una pandemia.
Tampoco está obligado a saber lo que es el estado de alarma, ni la ley
mordaza. La rebeldía frente a la servidumbre empieza por mantener dos
criterios básicos. El primero es la negación: debe empezar a decir que
no, tanto más cuanto que la atmósfera que le envuelve le presiona con
insistencia en la otra dirección. El segundo es aprender. Nadie tiene
por qué saber ni conocer, sobre todo en asuntos como la medicina. Pero
cuando le llega la furia mediática, está obligado a indagar, a
preocuparse y a informarse lo mejor posible.
La consecuencia más
inmediata de aprender es sufrir. El conocimiento es lo contrario del
reconocimiento. Quien busque ciencia debe prepararse para el
linchamiento y el desprecio de los que le rodean. Tal y como transcurren
los acontecimientos es posible incluso que vuelvan las hogueras para
quemar en ellas a los herejes. No sería la primera vez.