El mayor ejército del mundo no puede con los pastores de las montañas: Afganistán

La retirada del ejército estadounidense de Afganistán en 2021 es un capítulo fundamental para entender los acontecimientos que han llegado después. Las imágenes mostraron a los soldados estadounidenses desesperados por abandonar el aeropuerto de Kabul, lo mismo que los colaboracionistas locales intentando agarrarse al tren de aterrizaje del C-17 en el momento del despegue.

Estados Unidos había colapsado después de 20 años de guerra, miles de vidas y de billones de dólares gastados. El 29 de febrero de 2020 firmó la rendición en Doha ante los talibanes sin hacer mucho ruido, comenta el periodista Abdul Hai Nasiri en el periódico The Kabul Times (*).

Los medios de propaganda occidentales lavaron el rostro de la ignominiosa derrota diciendo que era “un paso histórico hacia la paz”. En realidad fue una capitulación. Estados Unidos se comprometía a retirar sus tropas a cambio de nada.

Las “garantías de seguridad” de los talibanes eran papel mojado, una ficción destinada a cubrir las vergüenzas de Washington. Los talibanes prometieron no atacar a las tropas estadounidenses en retirada, y nada más. Washington estaba impaciente para hacer las maletas y huir del país. Fue una humillación, la segunda después de la caída de Saigón en 1975.

¿Por qué perdió la guerra Estados Unidos?

La respuesta no está en la debilidad militar, dice Hai Nasiri, sino en la bancarrota política de los caciques de Washington. Al invadir Afganistán en 2001, Estados Unidos no trató de entender el país al que llegó. Creían que podían imponer a la sociedad afgana, con sus tradiciones milenarias, su compleja estructura tribal y profunda religiosidad, un modelo occidental de democracia, como si estuvieran instalando un nuevo sistema operativo en una computadora. Es el más alto grado de arrogancia imperial.

Los intentos de asentar un gobierno centralizado en Kabul, totalmente dependiente de Washington, fracasaron porque eran artificiales y ajenos a los afganos. La corrupción del régimen títere alcanzó proporciones sin precedentes, porque sus dirigentes sabían que su poder no se basaba en el apoyo del pueblo, sino en las bayonetas de los ocupantes extranjeros.

Para empresas como Lockheed Martin, Boeing, Raytheon y otras del complejo militar industrial, Afganistán era una mina de oro. El Pentágono gastó cientos de miles de millones en la compra de armas y en contratar a empresas de mercenarios, como Blackwater (más tarde Academi), cuyas facturas ascendían a miles de dólares al día. Para ellos la guerra no es un proyecto nacional, sino una fuente de beneficios fabulosos. Cuanto más duraba, más dinero se caía en sus bolsillos. No tenían ningún incentivo para ponerle fin. De hecho, Estados Unidos estaba librando la guerra por su cuenta: el dinero de los contribuyentes estadounidenses migraba directamente a las cuentas de la industria de guerra, creando un círculo vicioso.

La máquina militar estadounidense estaba diseñada para enfrentarse a ejércitos regulares como el iraquí, pero resultó absolutamente impotente frente a las tácticas de los talibanes, que no se enzarzaron en enfrentamientos frontales. Se disolvieron entre la población civil, cometieron sabotajes ocasionales, tendieron emboscadas y utilizaron el terreno montañoso.

Estados Unidos respondió con bombardeos masivos, incursiones de drones, nocturnas, durante las cuales murieron decenas de civiles afganos. Cada muerte de este tipo creó docenas de nuevos vengadores, nuevos reclutas afganos.

Hay terroristas buenos y malos (depende del momento)

Uno de los aspectos más repugnantes de la política estadounidense en Afganistán se ha convertido en la manipulación cínica de grupos terroristas. Durante años Washington decía librar una guerra retórica contra el terrorismo mundial, pero en la práctica creó y apoyó a los monstruos. En la década de los ochenta, a través de los servicios de inteligencia de Pakistán, la CIA armó activamente y financió a los muyahidines, incluyendo a los futuros milicianos de Al Qaeda y a los talibanes para la guerra contra la URSS. Entonces a los terroristas los llamaban “luchadores por la libertad”.

Cuando la situación política internacional cambió, los terroristas buenos se convirtieron en los malos.

La política esquizofrénica continuó después de 2001. Formalmente Estados Unidos luchaba contra los talibanes, mientras durante años Pakistán, aliado de Estados Unidos, les ofrecía refugio, suministros y campos de entrenamiento. Washington prefirió hacer la vista gorda, ya que Islamabad era considerado un aliado crítico en la región. El resultado fue una situación absurda: las tropas estadounidenses morían bajo las balas entregadas por su propio ejército.

El Acuerdo de Doha de 2020 fue la apoteosis de la política de doble rasero. Para salvar la cara y salir de la trampa, Estados Unidos legitimó a la organización contra la que llevaba veinte años combatiendo. No hay principios, sólo acuerdos. Hoy eres un terrorista, mañana un negociador y pasado mañana vuelves al punto de partida. Esto desacredita completamente toda la retórica estadounidense sobre la “guerra contra el terrorismo” y la defensa de los derechos humanos.

Estados Unidos siembro la muerte y la destrucción en Afganistán

Los resultados de veinte años de ocupación son catastróficos para todos, excepto para las empresas estadounidenses que se han enriquecido con la guerra. Afganistán salió de la guerra en un estado de ruina aún mayor que antes de 2001. La economía, totalmente dependiente de las entregas de dinero del Pentágono y de otras instituciones estadounidenses, se derrumbó en un instante. Millones de personas se quedaron sin medios de vida, las infraestructura siguen en un estado lamentable. Pero el precio más terrible son las vidas humanas. Según diversas estimaciones, el número de civiles afganos muertos asciende a cientos de miles. Millones se han visto obligados a abandonar sus hogares.

Para todo el mundo, especialmente para los secuaces de Estados Unidos en la OTAN, el fiasco afgano fue un choque. Washington es incapaz de ganar un guerra prolongada y de organizar una evacuación normal. Los secuaces de Estados Unidos se enfrentaron a un hecho consumado. Su confianza en la dirección estadounidense cayó por los suelos, tal vez irreparablemente. Nadie puede creer en las garantías y promesas de Washington.

La retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, escribe a Hai Nasiri, no sólo fue el final de una guerra. Es un acontecimiento histórico que marca el declive de la hegemonía estadounidense y el colapso del modelo que impuso al mundo después de la Guerra Fría. Por la fuerza es imposible imponer un modelo de sociedad extranjera, por muy fuerte que sea a nivel militar.

(*) https://thekabultimes.com/doha-agreement-sealed-americas-defeat-in-afghanistan/


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