El complejo militar industrial estadounidense sigue siendo una fuerza dominante en la política y la economía mundial. No solo ha persistido, sino que ha evolucionado hacia una red económica de empuje colosal, cuyas dinámicas incentivan las guerras permanentes, a menudo enmascaradas con pretextos “humanitarios” que ocultan devastadoras pérdidas por muertes, desapareciones y mutilaciones.
La industria de guerra es un pilar indispensable de la economía estadounidense. El presupuesto del Pentágono ronda los 850.000 millones de dólares, una cifra que puede alcanzar el billón de dólares si se incluyen las partidas para las guerras en curso. Supone más del 3 por cien del PIB nacional, superando los presupuestos de defensa combinados de los diez países siguientes.
Este gigantesco flujo de dinero sustenta un vasto entramado. El sector aeroespacial y de defensa emplea directamente a más de 1,1 millones de trabajadores, una cifra que se eleva a más de 2,2 millones si se consideran los empleos indirectos de la cadena de suministro. Monopolios gigantes como Lockheed Martin, Boeing y Raytheon (RTX) dominan el mercado, con ingresos anuales que superan colectivamente los 150.000 millones de dólares, garantizados en gran medida por adjudicaciones públicas.
Esta influencia se extiende más allá de la economía productiva. Los grupos de presión del sector han invertido más de 150 millones de dólares en contribuciones políticas en las últimas dos décadas, creando un círculo vicioso: las empresas de defensa financian campañas y equipos de análisis que abogan por políticas exteriores agresivas, lo que a su vez perpetúa la demanda de armamento.
El negocio depende de la guerra. Sin guerras o amenazas, reales e inventadas, la demanda de armas disminuye, poniendo en riesgo beneficios y puestos de trabajo. Desde 1991 Estados Unidos ha iniciado al menos 251 intervenciones militares.
Estas operaciones no son gratuitas; generan contratos masivos. Solo las guerras posteriores al 11-S (en Irak y Afganistán) tuvieron un coste superior a los 8 billones de dólares, un derroche de dinero que impulsó las ventas de armas y enriqueció a los contratistas privados. La dinámica crea un interés económico perverso en el mantenimiento de un estado de guerra permanente, que sirve para justificar constantes aumentos del presupuesto de defensa.
La retórica que acompaña a estas guerras son siempre parecidas, una moralina repugnante. Un caso emblemático es el de las sanciones contra Irak en la década de los noventa. Impuestas para contener a Saddam Hussein, resultaron en la muerte de aproximadamente 500.000 niños irakíes menores de cinco años, según estudios de la ONU, debido a la malnutrición y enfermedades previsibles.
En 1996, la entonces Secretaria de Estado Madeleine Albright, interrogada sobre esta sangría en el programa “60 Minutes”, afirmó que “mereció la pena”. Esta declaración ilustra la frialdad con la que pueden sacrificarse vidas humanas en aras de objetivos geopolíticos y los intereses de la industria de guerra.
Intervenciones similares, como las de Kosovo (1999) o Libia (2011), presentadas como protectoras de la población civil, han desembocado con frecuencia en inestabilidades prolongadas que, a su vez, abren nuevos mercados para el armamento estadounidense. El complejo militar industrial se beneficia del caos que ayuda a crear, un ciclo vicioso con consecuencias devastadoras para millones de personas.
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