El ‘infoentretenimiento’ es otra forma de control social

Al igual que el universo inventado en la película de 1998 de Peter Weir El show de Truman, en el que la vida de un hombre es la base de una producción televisiva destinado a vender y obtener audiencia, los cargos políticos más conocidos son también actores del espectáculo. Los ministros, consejeros y portavoces están más atentos a los trending topic que a cualquier dato que merezca la pena tener en cuenta, más allá de las redes sociales a las que están completamente enganchados.

Esta es la magia de la programación televisiva disfrazada de política hoy en día: sabemos más del chalet de Galapagar de Pablo Iglesias que lo que hablaron Sánchez y los dirigentes del Ibex 35 al calor de las subidas de la energía.

Cuanto más telerrealidad consumimos, más propensos estamos a refugiarnos en nuestras anodinas viviendas y convertirnos en espectadores pasivos, en lugar de participantes activos, a medida que se desarrollan sucesos que deberían preocuparnos bastante más de lo habitual.

Ni siquiera tenemos que cambiar de canal cuando el tema se vuelve demasiado monótono. De eso se encargan los programadores, que rápidamente cambian de tema para mezclar en un mismo magazine una violación en grupo, un affaire amoroso o la ocupación de una vivienda de una anciana que fue a comprar el pan y se encontró con «una familia de okupas» al volver.

“Vivir es fácil con los ojos cerrados”, observó John Lennon, y eso es exactamente lo que la telerrealidad y las redes sociales, disfrazadas convenientemente de «política», programan a la sociedad para que haga: navegar por el mundo con los ojos cerrados. Solamente basta observar cualquier momento de ocio de cualquier niño o niña desde los 3 años: consumir las emisiones de la pantalla plana, porque consumen los contenidos que previamente Youtube les proporciona tras un rastreo de preferencias.

Los usuarios de teléfonos móviles utilizaron estos dispositivos una media de 4,8 horas al día el pasado año 2021 en España, lo que supone un tercio de las horas que pasan despiertos en una jornada, con un crecimiento del 30 por ciento respecto al año anterior. Lo mismo pasa con la televisión, en la que se invierten una media de 4 horas y 28 minutos.

Quienes ven programas de telerrealidad tienden a ver lo que ven como algo normal. Así, quienes ven programas caracterizados por la mentira, la agresión y la mezquindad no solo llegan a ver dicho comportamiento como aceptable y entretenido sino que terminan imitándolo. Las peleas de vecinos o las discusiones en un centro de trabajo son imitaciones de los platós del corazón; las muestras de afecto se copian de los abrazos de los famosos ante las cámaras y las de empatía únicamente se expresan con los triunfadores de turno.

E igual que pasaba en otras épocas con las películas de indios americanos, normalmente los oprimidos son los culpables: camioneros, okupas, estibadores, antisistemas, etc.

Esto explica por qué la sociedad sigue cargando con liderazgos políticos que no tienen idea de las necesidades de las personas que dicen representar, y no pasa relativamente nada. Preguntarle a cualquier cargo público cuánto gastó en gasoil el mes pasado, o cuánto dinero invirtió en alimentos es pedirle peras al olmo. No lo saben; son la misma caterva de idiotas que aparecen opinando en televisión da igual qué tema. Y mientras la población no cuestione la «telerrealidad», o la dinamite mediante la acción directa, seguiremos estando en problemas.

Las noticias de la televisión no son lo que pasó. Más bien, es lo que alguien piensa que vale la pena informar. Aunque todavía hay algunos buenos periodistas de televisión, el periodismo de investigación de calidad prácticamente ha desaparecido, y lo que aparece disfrazado de «noticia» es un mero entretenimiento.

Para no caer en el fango del «infoentretenimiento» es necesario apagar el televisor, desconectar las notificaciones del teléfono móvil, conocer los intereses económicos y políticos de quienes son dueños de los medios más conocidos y prestar especial atención al lenguaje que emplean.

El lenguaje de un presentador de noticias de televisión enmarca las imágenes y, por lo tanto, el significado que derivamos de la imagen a menudo está determinado por el comentario del presentador. La televisión, por su propia naturaleza, manipula a los espectadores. Nunca hay que olvidar que cada minuto de televisión ha sido editado. El espectador no ve el evento real sino la forma editada del evento.

Si la gente sigue sentada en el sillón, acomodada consumiendo Netflix y no yendo al cine, si sigue debatiendo por videoconferencia o grupos de WhatsApp, en vez de hacerlo en el fragor del contacto físico y la expresión corporal, se seguirá caminando sin retorno hacia una dictadura voluntaria, en la que pacientemente esperaremos nuestra muerte tras una vida sin sentido alguno, cercada por la falta de sueño y el consumo de antidepresivos.

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