El fin del Pacto del Quincy

El 14 de febrero de 1945, a la vuelta de la cumbre de Yalta con Churchill y Stalin, Roosvelt se reunió con el jeque Abdulaziz Ben Abdel Rahman Al-Saud a bordo del acorazado “Quincy”, donde firmaron un acuerdo de 60 años de duración por el que el reino saudí garantizó el suministro petrolero y, a cambio, Washington le otorgó protección militar contra cualquier amenaza.

Digamos -de pasada- que, según cuentan las leyendas, en Yalta Stalin se había repartido el mundo con Churchill. Pues sólo unos pocos días días después este Pacto demostró todo lo contrario: no hubo tal reparto.

En el Quincy Roosvelt se entrevistó también con el rey Faruk de Egipto y con Haile Selasie de Etiopía, llamado El Negus, aunque su reunión más conocida fue con el jefe de la casa saud. No cabe ninguna duda: Estados Unidos, que en 1945 no tenía nada en Oriente Medio, lo quería todo para sí.

El Pacto del Quincy fue el típico acuerdo imperialista. La monarquía saudí concedió a las empresas americanas, dirigidas por la Aramco, el monopolio de la explotación de sus pozos de petróleo. A pesar de su nombre (Arabian American Oil Company) Aramco no era más que la Standard Oil (futura Exxon) del clan Rockefeller.

En 1947 Aramco abrió su capital a otras empresas, también americanas, como la Texaco o la Socony Vaccum (futura Mobil).

Los monopolios petroleros estadounidenses se apoderaron en exclusiva de la explotación de los pozos en una extensión de un millón y medio de kilómetros cuadrados de la Península Arábiga. En aquella época casi eran la mitad de las reservas de petróleo conocidas en todo el mundo.

Según el acuerdo, a los bolsillos de los sátrapas saudíes les correspondían entre 18 y 21 céntimos de dólar del precio de cada barril exportado, aunque con el paso del tiempo los árabes pretendieron una parte mayor del pastel, del capital de Aramco y de los réditos por barril.

A partir de 1972 los saudíes se quedaron con un 25 por ciento del capital de Aramco, para lo cual crearon la empresa Petromin.

En 1980 Aramco fue nacionalizada totalmente y cambió su nombre por el de Saudi Aramco. Los jeques tomaron el control total del petróleo, desde el pozo hasta el surtidor de la última gasolinera.

Para asegurar un precio bajo y estable al petróleo, en 1960 los jeques saudíes crearon la OPEP, la Organización de los Países Exportadores de Petróleo. Entonces el precio oscilaba entre 22 y 28 dólares y Aramco regulaba el mercado.

Durante décadas, el flujo en dólares fue espectacular. Arabia invertía en Estados Unidos y al revés.

El petróleo hizo más por Arabia que todas las prédicas de Mahoma pero, sobre todo, permitió a Estados Unidos desembarcar en Oriente Medio, ocupando el lugar que antes habían ocupado el Imperio Otomano y el Británico. Estados Unidos necesitaba a la autocracia saudí y ésta necesitaba a Estados Unidos.

El acuerdo firmado en Ginebra en 2013 con Irán para frenar la fabricación de armamento nuclear significa el fin del Pacto del Quincy porque a partir de ahora el pivot de Estados Unidos en Oriente Medio ya no es Arabia saudí.

Los fracasos en Afganistán, Irak y Libia han convencido a la Casa Blanca de que el dúo que forman Riad y Al-Qaeda no es fiable. Es posible que Oriente Medio, en su conjunto, ya no tenga la importancia que tuvo en otros tiempos para Estados Unidos.

La guerra de Yemen, la de Siria y la ruptura de relaciones con Irán, ponen a los jeques saudíes en una situación muy difícil y cada una de sus decisiones es un modelo de torpeza. El intercambio “petróleo por seguridad” se ha acabado para siempre.

comentario

  1. Una nueva generación de políticos ha tomado las riendas de Arabia. Saben que el poder anglosajón está en declive. Su frágil situación militar les hace ser realistas. Las diferencias con Irán no son irreversibles y, ni mucho menos de clase. Se puede conseguir y buscar un equilibrio que satisfaga ambas partes. Los dos lo necesitan. La división del mundo en dos partes, buscada por los anglosajones, permite al petróleo de Arabia jugar con las dos barajas de cartas, la occidental y la oriental. Esta forma de jugar le asegura una protección de su estatus ante el auge de otros actores de la región (Irán, Siria y en menor medida, Irak, Yemen) y de las apetencias del poder anglosajón de volver a la realidad pasada. Las buenas sintonías con Moscú mantiene a los anglosajones rabiosos, pero con ello se promueve una influencia rusa sobre los países de la región que puede ser necesaria o positiva en los próximos años. Jugar con las dos barajas le proporciona seguridad.

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