El expresionismo abstracto

Nicolás Bianchi

Recién acabada la II Guerra Mundial, empezó la «guerra fría» que, en el terreno cultural, adquirió un carácter fundamentalmente ideológico, no bélico. La Unión Soviética, principal artífice de la derrota nazi a costa de un muy elevado precio humano, mostraba una sorprendente capacidad de seducción para atraer al resto del mundo. Con sus Congresos por la paz, apoyados por los nombres más brillantes y famosos del momento, muchos de ellos no comunistas, parecía haber ganado la batalla de la, vamos a decir, propaganda. El prestigio del comunismo creció como la espuma (y antes con la Revolución de Octubre, por ejemplo, en la mismísima Norteamérica con un fortísimo movimiento obrero).

Esto no podía seguir así y fue entonces cuando los Estados Unidos deciden crear el Congreso por la Libertad de la Cultura que la autora británica Frances Stonor Saunders describe magníficamente en su libro La CIA y la guerra fría cultural. Ese «Congreso» tenía predilección por los antiguos comunistas que habían abjurado y renegado de sus principios. ¿Quién financiaba las actividades? La CIA ¿Lo sabían sus miembros? Algunos sí, y otros, no. Durante dos décadas, entre 1947 y 1967, la CIA funcionó como un gran Ministerio de Cultura dentro de los EE. UU. -donde nunca hubo Ministerio de Cultura- y en el resto del llamado «mundo libre».

Los congresistas de Estados Unidos detestaban el «arte moderno», para ellos también era «arte degenerado», como para los nazis. Fue el Congreso por la Libertad Cultural, esto es, la CIA, quién se encargó de promoverlo y de promocionarlo en el extranjero. El expresionismo abstracto se considera como la gran aportación de EE. UU. a las artes plásticas en aquellos años, pero ni esa corriente (seguida en España por Antonio Saura) ni una de sus figuras más destacadas, Jackson Pollock, habrían sido posibles sin el apoyo de la CIA.

Estamos en la época del «Plan Marshall» (European Recovery Program) que, entre otras cosas, pretendía frenar el avance comunista, echó a andar una campaña encubierta a través de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), que pondría de manifiesto la libertad cultural imperante en los Estados Unidos. Para el presidente Truman, como para muchos congresistas republicanos, el arte moderno era comunistoide; en particular el arte abstracto de impulsos degenerados y subversivos. Un congresista republicano, George Dondero (todo el mundo se acuerda del senador McCarthy y la «caza de brujas» y no de este Dondero, pero los había), para quien el arte moderno era una conspiración mundial para acabar con la moral norteamericana (la «paranoia conspiranoica» no la inventamos algunos «iluminados»), escribía: «El cubismo pretende destruir mediante el desorden calculado. El futurismo pretende destruir mediante el mito de la máquina… El dadaísmo pretende destruir mediante el ridículo. El expresionismo pretende destruir remedando lo primitivo y lo psicótico. El arte abstracto pretende destruir por medio de la confusión de la mente… El surrealismo pretende destruir por la negación de la razón».

Pero donde la mojigata moral yanqui veía el diablo, la CIA encontró un arma perfecta: el expresionismo abstracto. Este expresaba ideologías claramente anticomunistas: libertad y libre empresa; además, al no ser figurativo, no podía expresarse políticamente, era pues, la antítesis del «realismo socialista». Ítem más: se suponía netamente, químicamente, norteamericano -como el cowboy de Marlboro- y una aportación de Estados Unidos al arte moderno. «Garabatos yanquis» (Yankee Doodles). Sin embargo, la oposición interna al arte moderno no permitía que el apoyo fuera de manera abierta, así que la CIA, con financiamiento del sector privado y los museos a través del Congreso por la Libertad Cultural y el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) como tapaderas, le dieron vida al expresionismo abstracto financiando, promoviendo, exportando y premiando buen número de exposiciones internacionales y a los artistas protagonistas.

Personas como Clement Greenberg, crítico al servicio de la CIA, comenzaron a exponer las intenciones de fondo y la alineación de la cultura con las élites del poder, el dinero y las clases dirigentes. Muchos artistas entraron al juego, como Robert Motherwell o Baziotes, y otros, como Mark Rothko , militaba como ferviente anticomunista. Ad Reinhard, consecuente con sus ideas, fue el único que se negó a ser cómplice.

Diremos, para acabar, con Polo Castellanos, que el «expresionismo abstracto» ni era tan expresionista ni tan abstracto ni tan norteamericano. Rothko, por ejemplo -otro naturalizado norteamericano (era letón)-, planteaba y ponía en práctica la cuestión de la llanura, quitar todo lo ajeno a la bidimensionalidad propia de la pintura, planitud en la forma, el color y la «experiencia religiosa» o misticismo, algo ya visto décadas atrás con Malevich y Mondrian. De Kooning nunca abandonó la pintura figurativa y era tremendamente expresionista que rompía con la «llanura» o lo planteado por la abstracción. El mismo Pollock fue influenciado por el muralismo mejicano.

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