El diván (no confundir con ‘Diván El Terrible’)

B.

Disculpen el mal chiste, pero no somos perfectos aunque lo parezcamos a veces. Perfecto,  perfecto, lo que se dice perfecto, es el “cero”, guarismo árabe, redondo, cerrado, y que, si le pones a la derecha de la unidad, del uno (1), suma, y si le colocas a la izquierda del 1, no suma. Hay un dicho popular, que seguro sabe el lector, que dice que “eso vale menos que un cero a la izquierda”. Refrán susceptible de ser personificado y en vez de “eso”, puede decirse “ese”.

Nada tiene que ver esta entradilla con el diván del que algo diremos hoy en plan “¿sabías que…?” Y es que decir “diván” es asociarlo automáticamente con “psicoanálisis”, ¿no es cierto? Pero sus orígenes son otros y lejanos. El antecedente del nombre se encuentra en Turquía, ¿cuándo?, pues no sé a ciencia cierta, pero antes de nuestra era (o de Cristo, para los creyentes o fabuladores). Y bastante antes.

En efecto, el término “diván” proviene de “diwan”, una palabra árabe de origen persa cuya idea clave es la de reunión. El “diwan” era una sala con almohadones alrededor donde se reunía el Consejo del Sultán y su Tribunal para resolver asuntos de Estado.

Eran hábitos del lugar que los europeos importaron e hicieron moda de lo turco (épocas del imperialismo europeo) la sultana, la otomana, el diván y, cómo no, la famosísima “cama turca”, que de tantos apuros ha sacado a los miembros de la clase obrera cuando aparece en su casa un familiar de en tomar por saco con justo el petate. Adelantemos que el diván turco original no tenía patas (como un “puf” iraní o persa) como sí tienen las sillas europeas, ¿por qué? Ahhhh…

El diván era producto -si de muebles hablamos- de una época de lujo. Se caracterizaba por tener un extremo levantado en forma de cabezal -imagine el lector/a, es la última vez que no uso el transgenérico, una peli de Woody Allen y sus neuras pequeñoburguesas neoyorkinas-  y era usado durante las horas del día como lecho de reposo, siendo preferido a la cama propiamente dicha: “voy a echar una cabezada”, decimos tumbándonos en el sofá con la tele encendida como somnífero; “voy a echar una divanada”, dicen los turcos y otras gentes de mal vivir.

Decir diván y no asociarlo a Freud, el inventor del psicoanálisis, vale decir, es harto difícil. En la época en que Freud empezó a usar el diván, este asiento era un elemento común de decoración en los hogares orientales. Y como él, Freud, trabajaba en casa, vino a sustituir la camilla del médico. Era ofrecerle al paciente una situación de reposo en la que estuviera cómodo, sin tensión, relajado, y no delante de un dentista, a quien esto escribe agarra de los güevos para “llevarnos bien”.

Un detalle importante, así nos lo parece al menos, y que no sabemos interpretar y por eso dejamos a nuestros miles y miles  y miles de fanáticos de este blog que nos iluminen, es que el sillón (no el diván, ojo, que esto era para el “paciente») en el que se sentara Freud estaba detrás del diván, quedando así fuera de la mirada del paciente. No todos sus “colegas” estaban de acuerdo con esta postura, y nunca mejor dicho, esto es, situarte de modo que no te vea el paciente mientras le “interrogas” para, se supone, no ponerle nervioso (los confesores -medievales- se esconden detrás de una celosía mientras te absuelven de tus pecados imponiéndote, eso sí, una penitencia; la policía no tiene tantos remilgos, te “confiesa” a ostia limpia y enfrente tuyo, los tiempos cambian…)

Diremos, como curiosidad -todo este articulillo es una “curiosidad”– que el diván que usaba Freud, le había sido regalado por una paciente agradecida -Madame Benveniste- en 1890. Se lo llevó consigo, junto a otros enseres, allá donde se tuvo que ir, forzada o voluntariamente.

Buenos días.

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