Blazer fue secretario general de la Concacaf entre 1990 y 2011, y entre 1997 y 2013 fue el único representante de Estados Unidos en el comité ejecutivo de la FIFA. El apaño (o acuerdo) aparece firmado con Loretta Lynch en persona, que entonces era fiscal de Nueva York y hoy dirige la fiscalía de la Casa Blanca.
El juicio de corrupción contra la FIFA es un montaje. No es fácil decir si el corrupto es Blazer o Lynch o ambos. En el chanchullo Blazer se declaraba culpable de evasión de impuestos, fraude y conspiración para lavar dinero y, a pesar de ello (o quizá gracias a ello precisamente) colaboraba con la policía para que le rebajaran la condena.
En el trapicheo Blazer aceptó traicionar a sus colegas de la FIFA, pasar documentos al FBI, cooperar de forma secreta y testificar en Nueva York y en donde se lo pidiera la policía estadounidense.
Blazer admitió haber ganado más de 11 millones de dólares entre 2005 y 2010 y se comprometió a aceptar cualquier prohibición que en el futuro le impusiera la FIFA u otro colegiado del fútbol.
También aceptó pagar una multa (o mordida, según se mire) de más de 2,4 millones de dólares por impuestos pendientes entre 2005 y 2013, y un segundo monto a ser determinado por el tribunal antes de dictar sentencia.
En otras palabras: la fiscalía y la policía de Estados Unidos promovían la corrupción dentro de la FIFA a través de unos de sus jefes y cambio de impunidad. El axioma se cumple siempre: no hay peor delincuente que el policía que le persigue.