El concepto de transición, decía Lenin, es fundamental para entender el movimiento, el desarrollo y el cambio, tanto en la historia, como en la naturaleza: “¿Qué distingue la transición dialéctica de la no dialéctica? El salto. La contradicción. La interrupción de la gradualidad. La unidad (identidad) del ser y el no ser” (1).
A su vez, dicho concepto involucra el de etapa porque los saltos nunca son instantáneos sino procesos que se desarrollan a través de distintas etapas. Así, entre la noche y su opuesto, el día, están los crepúsculos y los amaneceres, etapas intermedias en las cuales la luz aparece y desaparece, unas veces más rápido que otras. En esas situaciones la duda sobre si es de día o de noche es como la botella medio llena o medio vacía: es metafísica. Lo que interesa saber es el movimiento: si está amaneciendo o está anocheciendo.
La historia tampoco conoce cambios instantáneos. La revolución rusa no fue la toma del Palacio de Invierno, sino la revolución de 1905, la guerra mundial, la revolución de febrero, la de octubre y la guerra civil. Dado que todo fenómeno está en movimiento, tanto en la naturaleza como en la sociedad, todo fenómeno es histórico: “La filosofía de la praxis es el historicismo absoluto”, decía Gramsci (2).
En todo proceso histórico hay determinados cambios que son más importantes con relación a los otros que van por delante o por detrás y marcan los puntos de inflexión, los saltos de una etapa a la siguiente. Son los que luego los historiadores toman como frontera entre unos momentos y los sucesivos, aunque en ocasiones, no sean más que símbolos, como el asalto a la Bastilla en la revolución francesa.
Esos puntos de inflexión convierten a la historia en un devenir esencialmente irreversible, sin marcha atrás. Ahora bien, si en la historia no hay cambios instantáneos, tampoco los hay lineales. Que la historia sea una sucesión de acontecimientos esencialmente irreversibles no significa tampoco que no se repitan, que la historia no vuelva sobre sí misma y no se parezca a algo que ya ocurrió antes. Por eso decía Marx que a veces la historia parece repetirse, pero una vez en forma de tragedia y otra de farsa (3). La ruptura y la repetición dividen a la historia en etapas o modos de producción. Es lo que permite clasificar el tiempo histórico, ordenarlo y sistematizarlo en ciclos, entender tanto la continuidad como la discontinuidad.
Las transiciones históricas son los saltos en los cuales los fenómenos cambian cualitativamente su naturaleza, adquiriendo otra diferente. Así, el capitalismo se convierte en socialismo, apareciendo en la historia como un cambio revolucionario, una unidad homogénea y a veces como un momento fugaz: los 10 días que estremecieron al mundo. Entonces todo parece claro y extraordinariamente simple. Pero “de la revolución misma no debe uno forjarse la idea de que sea un acto único […] sino que es una sucesión rápida de explosiones más o menos violentas, alternando con periodos de calma más o menos profunda”, escribió Lenin (4).
Al poner la lupa encima de la revolución socialista, por ejemplo, el asunto aparece en toda su complejidad, se dilata en el tiempo y aparecen etapas, como el comunismo de guerra, la NEP o la colectivización. La distinción entre una cualidad y otra es relativa, es decir, que un cambio es cualitativo en relación a otro, que es puramente cuantitativo. Las transiciones, pues, no pueden ser las mismas en un caso que en otro. La transformación del capitalismo premonopolista en imperialismo es un cambio cualitativo del capitalismo, dentro del capitalismo; no lo es si lo ponemos en relación con el socialismo.
Engels lo expuso diciendo que en la naturaleza no hay saltos porque todo procede a la manera de saltos (5), es decir, de cambios cualitativos. Todo fenómeno que cambia experimenta transformaciones que, a la vez, son cuantitativas y cualitativas. Aunque no sean de la misma naturaleza, ambas son necesarias. Una revolución no sólo son grandes cambios sino también pequeñas reformas, modificaciones muchas veces insignificantes de las que luego los libros de historia se olvidan porque sólo tienen en cuenta las anteriores. En ocasiones, esas pequeñas reformas se pueden obtener sin una revolución, pero en otras sólo son posibles si van precedidas o acompañadas de las grandes.
En esto no hay fórmulas. Las revoluciones no son abstracciones sino acontecimientos históricos concretos que jamás se repiten. Por ello, para dirigir una revolución en un determinado país hay que conocer su historia porque en ella se encuentran tanto las coincidencias como las diferencias con respecto a otros países. La historia concreta determina la naturaleza de la revolución que se va a desencadenar y, por lo tanto, sus etapas. Por ejemplo, dado el desarrollo alcanzado en España de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, la revolución sólo puede ser de tipo socialista, una declaración que lo dice todo y, a la vez, no dice nada.
Sólo una vanguardia, es decir, una minoría, es capaz de dirigir una revolución, lo cual significa que sólo ella es capaz de anticiparse y, por lo tanto, de prever las etapas que una revolución va a atravesar necesariamente en un determinado país. Pero eso sólo sucede con una minoría; los demás, la mayoría, aspira a soluciones mágicas, inmediatas y perfectas, típicas de las distintas variantes del socialismo utópico en donde la sociedad soñada queda establecida de una vez y para siempre.
El prototipo de utopismo son los que reivindican la dictadura del proletariado, porque dicen que en España la revolución sólo puede ser de naturaleza socialista. Sin embargo, ni en Rusia, ni en China, ni en Vietnam se vieron pancartas en las calles reclamando la dictadura del proletariado o el socialismo. La revolución no se dirige con frases más o menos redondas, por acertadas que sean. En términos hegelianos se puede decir que una vanguardia no sólo necesita entender lo mediato (el objetivo último) sino lo inmediato (el medio existente) y ponerlos en relación. Tan erróneo es cojear de un pie que del otro. Mientras el izquierdismo sólo habla de los grandes objetivos finales, el reformismo se refugia en las penurias de la actualidad presente.
La mayoría siempre se ha negado a admitir que la revolución atraviese ninguna clase de etapas. Los anarquistas, por ejemplo, lo quieren todo y lo quieren ya, ahora mismo. En Rusia los populistas negaron las etapas de la revolución porque negaron que allá se estuviera desarrollando el capitalismo. Según ellos, Rusia iba a saltar al socialismo sin pasar antes por el capitalismo. Es una polémica que se reprodujo en los setenta, cuando algunos acusaron a los comunistas de dogmáticos porque defendían que la sucesión de modos de producción era inexorable y que para construir el socialismo era necesario antes pasar por el capitalismo. Los trotskistas también han sostenido siempre ese tipo de concepciones, calificando a los comunistas de etapistas y falsificando el concepto marxista de revolución permanente.
Las concepciones que niegan las etapas en cualquier clase de revolución son erróneas, lo mismo que aquellas otras que se estancan en las etapas, o las dilatan en el tiempo. Éstos últimos hablan de etapas pero no de la transición de unas a otras, ni del momento oportuno para hacerlo. Por ejemplo, en la URSS Bujarin quiso mantener la NEP de manera indefinida y se opuso a considerarla como una etapa agotada y, por consiguiente, que era necesario pasar a otra etapa diferente: la colectivización del campo. Las etapas son necesarias precisamente para saltar de unas a otras. La revolución se divide en etapas porque no todas las medidas que un gobierno tiene que aprobar se pueden ejecutar simultáneamente y no todas ellas tienen la misma importancia económica y política. Las etapas existen porque la vanguardia no improvisa sino que actúa organizada y planificadamente, porque sabe lo que tiene que hacer en cada momento para avanzar.
El salto de una etapa a otra no sólo determina la discontinuidad y la ruptura entre ambas, sino también la continuidad. Las revoluciones no empiezan de cero sino de lo que hay, de lo que el capitalismo deja. Al dia siguiente de la revolución francesa, la situación de un zapatero de París no había cambiado. Se había producido un salto histórico gigantesco que pocos eran capaces de apreciar. Del mismo modo, el 8 de noviembre de 1917, tras el triunfo de la revolución socialista en Petrogrado, Rusia seguía siendo un país capitalista inmerso en una guerra imperialista. No hay revolución que erradique el feudalismo ni el capitalismo por decreto, aunque lo intente.
Así pues, en una etapa subsisten buena parte de las condiciones propias de la anterior, es decir, existe el feudalismo dentro del capitalismo y éste dentro del socialismo. A causa de ello, por más que la naturaleza de la revolución de octubre fuera socialista, los bolcheviques adoptaron numerosas medidas de tipo democrático o, si se quiere, de tipo democrático burgués. La pureza no existe, ni en la biología ni en la historia. No existen revoluciones exclusivamente burguesas, ni exclusivamente proletarias. Incluso a veces hay revoluciones en las que parece que una clase necesita traicionarse a sí misma, mostrarse impura, como cuando en 1789 la burguesía francesa preservó la monarquía, una institución típicamente feudal.
Los semirrevolucionarios soportan muy mal este tipo de situaciones ambiguas y siguen calificando de etapistas a quienes en España reivindican la República Popular, que ellos entienden de manera opuesta al socialismo, o a la dictadura del proletariado. Lo más corriente, en palabras de Lenin, es entender la contradicción como oposición, la diferencia entre una etapa y otra, pero además de eso es necesario captar la transición de un opuesto a su contrario. Eso es precisamente “lo más importante”, decía Lenin (6). Cualquiera puede entender la diferencia entre el capitalismo y socialismo; lo complicado empieza al trazar el paso de uno a otro, cuando hay que empezar a salir de las abstracciones, las generalidades y las vaguedades que sirven tanto para un roto como para un descosido pero, sobre todo, para quedarse en la nube de los debates y las discusiones vacías.
Quienes necesitan adornarse de frases contundentes desvalorizan la democracia, o la envuelven con adjetivos no menos contundentes, como la de “burguesa” en donde la burguesía queda como el baluarte de las libertades y los derechos, es decir, como algo que nunca ha sido y, paralelamente, los comunistas aparecen como su negación, como partidarios declarados de la dictadura. El planteamiento que hacen los semirrevolucionarios es el mismo que hace hoy la burguesía, que asocia la democracia al capitalismo.
A ellos la democracia les sabe a poco. Su planteamiento no sólo es erróneo sino que, además, se contradice con los hechos. Desde hace un siglo los comunistas han sido quienes se han puesto a la cabeza de la lucha contra el fascismo, es decir, de la lucha por la democracia, una batalla en la que los muertos se cuentan por decenas de millones. Con mucha más razón hoy, sobre todo en España, la lucha contra el fascismo sigue indisolublemente vinculada a la lucha por el socialismo, al proletariado y a los comunistas.
Vivimos en el país de la Inquisición, la llevamos metida en la médula de los huesos. Somos el país de las hogueras. Sin solución de continuidad en España hemos pasado de la Inquisición al franquismo y, a pesar de ello, o quizá a consecuencia de ello, seguimos teniendo con este asunto una confusión importante. Durante generaciones nunca hemos disfrutado ni de libertad, ni de derechos, ni de migajas de nada de eso. Creemos saber de lo que se trata por referencias indirectas; nos lo imaginamos, y algunos imaginan tanto que creen incluso disfrutar de la democracia “burguesa” porque no han recibido los imprescindibles palos en las costillas que les convenzan de lo contrario. No escarmientan en cabeza ajena.
(1) Lenin: Cuadernos filosóficos, Obras Completas, tomo 29, pg.255.
(2) Gramsci: Política y sociedad, Barcelona, 1977, pg.58.
(3) Marx: 18 Brumario de Luis Bonaparte, Barcelona, 1971, pg.11.
(4) Lenin: ¿Qué hacer, Obras Escogidas, tomo I, pg.258.
(5) Engels: Dialéctica de la naturaleza, Madrid, 1980, pg.215.
(6) Lenin: Cuadernos filosóficos, cit., pgs.124-125.