El Capitolio está muy cerca de la Peña Tarpeyana

Juan Manuel Olarieta

La ciudad de Roma se edificó sobre siete colinas. La más pequeña de ellas, el Capitolio, era el centro del poder político y religioso que, entonces eran casi lo mismo. En aquella cumbre había un templo consagrado a Juno, a Minerva y, sobre todo, a Júpiter, el dios de la guerra.

Cuando los generales volvían victoriosos de sus batallas se celebraba una solemne ceremonia, autorizada por el Senado. Consistia en subir con su carro desde el Campo de Marte hasta el templo de Júpiter. Era su mayor recompensa. Cuando alguien alcanzaba el Capitolio es porque estaba en la cumbre del poder y de la gloria (que es casi lo mismo).

Muy cerca del Capitolio estaba la Peña Tarpeyana (Saxum Tarpeium o Rupes Tarpeia) un acantilado donde se ejecutaba la pena de muerte empujando al condenado por el precipicio.

Hay varias narraciones al respecto. Una de ellas relata que en el año 390 antes de nuestra era, Marcus Manlius Capitolinus, miembro de una importante familia patricia, escuchó una noche los graznidos de los pavos consagrados al culto de Juno. Aunque los pavos no son pájaros, las expresiones populares no conocen de tales sutilezas biológicas: los pavos eran “pájaros de mal agüero” y su graznido era una señal de que algo malo estaba a punto de ocurrir.

El caso es que Manlius dio la alerta y, en efecto, comprobaron que, los galos se aprestaban a atacar a Roma. Sin embargo, gracias al aviso fueron vencidos y al patricio le cubrieron de honores, aunque poco después resultó defenestrado por motivos que la leyenda no aclara suficientemente. Algunos dicen que los humos se le subieron a la cabeza. El Capitolio ocupaba una posición tan elevada que Manlius se creyó por encima de todos. De ahí viene la expresión “El rey de Roma” (porque en aquella época, Roma era una república).

Comoquiera que fuese, le arrojaron por la Peña Tarpeyana. “Más dura será la caída”, sentencian desde entonces los más sabios, aunque nunca les hagamos caso. “De la gloria al fracaso no hay más que un paso”, dicen otros.

Con el tiempo la leyenda se convirtió en una alegoría que, en esencia, destaca la proximidad de los contrarios que, la mayor parte de las veces, nos los representamos como alejados uno de otro. Sin embargo, los opuestos siempre están muy cerca, no sólo cuando se trata de los de “arriba” y los de “abajo”. También ocurre en el tiempo, cuando una situación da lugar a su contraria: “Del árbol caído todos hacen leña”.

A los grandes éxitos van adheridos los más sonados fracasos.  Hace sólo unos meses el Banco Popular cotizaba por miles de millones de
euros; recientemente se vendió por un único euro. ¿Cuál era el “valor real” del Banco?, preguntaría un ingenuo.

Al respecto el 2 de octubre de 1930 Stalin escribió en Pravda un memorable artículo, titulado “El vértigo del éxito”, en el que arrojó un jarro de agua fría sobre aquellos a los que la colectivización agraria se les había subido a la cabeza y no supieron ver ni los fallos, ni los errores, ni los excesos que se habían cometido. No entendieron, dice Stalin, cuál era el “eslabón principal” de aquel gigantesco salto económico y social.

La mayor parte de los debates estériles suelen ir por esos derroteros en los que el “eslabón principal” no aparece nunca y nadie sabe en qué punto se encuentra exactamente. Unos se creen en el Capitolio y otros en la Peña Tarpeyana. ¿La botella está medio llena o medio vacía? Durante la colectivización, lamentaba Stalin, algunos se habían dedicado a descolgar las campanas de las iglesias, lo que calificaba como “contrarrevolucionario”.

Cuando uno es capaz de coger “el toro por los cuernos”, decía Stalin, el resto de cadena aparece por sí misma. Si tuviéramos capacidad para desprendernos de la manera metafísica de abordar los problemas, no preguntaríamos si la botella está medio llena o medio vacía, sino si se está llenando o se está vaciando.

Tanto la Tabla de Mendeleiev en química, como la taxonomía de los seres vivos que describe la biología, acercan lo parecido y alejan lo distinto. La Ilustración asoció la verdad a las “luces” y la mentira a las tinieblas. La verdad ilumina; resplandece tanto que cualquiera puede discernirla del engaño o el fraude. “Con la verdad se va a cualquier parte”. Es convincente por sí misma. Basta con contarla para que los oyentes nos den la razón inmediatamente.

Ese tipo de concepciones son idealistas. A diferencia de la taxonomía, en la sabana los elefantes están muy cerca de las moscas. Es la diferencia entre la literatura y el mundo real, donde todo está tan entremezclado que nos deja “atolondrados”, como decía Stalin. No es fácil separar una cosa de su contraria.

Al contrario de lo que creen los idealistas, una dilatada experiencia histórica demuestra que lo que realmente brilla no es la verdad sino la mentira. Cuando a diario leemos o escuchamos determinadas informaciones de forma reiterativa, debemos ponernos alerta; lo más probable es que sean mentira. La verdad no la sirven en bandeja de plata; hay que buscarla y eso supone un esfuerzo. Cuando tenemos nociones que parece que siempre han estado con nosotros, que las hemos ganado sin esfuerzo, debemos empezar a dudar de nosotros mismos y a hacernos preguntas.

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