Se pueden hacer infinitas selecciones entre las más de seiscientas muestras de portadas digitalizadas en Nueva York. Cualquier recorrido por parte o el conjunto de la colección deja una verdad incontrovertible: la calidad artística de un trabajo, en principio, subsidiario de la obra literaria, de funcionalidad artesanal, podría decirse. Lo que en su contexto no debió ser más que algo acostumbrado, el paso del tiempo lo devuelve convertido en arte. Con estas portadas ocurre algo similar a lo que pasa con la cerámica antigua, que un simple vaso o un plato de hace mil quinientos años, industrialmente decorados, son hoy piezas que trascendieron su uso primero para convertirse en símbolos definitorios de una determinada cultura, en forma de medir el desarrollo de una sociedad. Las portadas de los libros soviéticos de los años 30, de la misma manera, dan testimonio del grado de desarrollo artístico de la sociedad que los produjo, más si cabe por tratarse de un arte inserto en objetos de uso cotidiano y masivo, extrañamente… libros. Otra sociedad, por lo que parece, ampliamente desconocida, funestamente distorsionada en su percepción histórica actual. La colección Scrap book of Russian bookjackets, 1917-1942, de la Biblioteca Pública de la Gran Manzana, por lo tanto, es una excepcional fuente de investigación histórica, además de un deleite estético.
Es llamativa no solo la calidad pictórica de las portadas de aquella época, sino la concepción tan moderna y narrativa de muchas de ellas. Constituyen una parte más de la historia que el libro contiene en sus páginas. La portada no es un mero receptáculo con el título y el nombre del autor en cuidada tipografía, sino parte de un trabajo artístico más extenso, que conduce a la contraportada, e incluso a las solapas del libro, cuando las tiene. Hay un diálogo entre la parte delantera y la posterior del ejemplar, es decir, una forma inmediata y original, sorpresiva, de comenzar a leer el libro, de introducirse en la historia o tema que nos vaya a narrar. El grado de experimentación alcanza puntos sublimes, tan valientes que incluso hoy día resultan del todo imposibles, como la edición de un libro sin que aparezca en ninguna parte de sus tapas ni el título de la obra ni el nombre del autor, y más cuando se trata de la edición de una de las afamadas obras maestras de un grande de la literatura como Ánton Chejov. ¿Se imaginan algo así, hoy, con cualquiera de las grandes plumas de la literatura mundial?
En tiempos de lectura digital es casi un deber reclamar la belleza del libro en papel. En tiempos de confusiones históricas es también un deber romper una lanza por determinados episodios históricos, falazmente tergiversados. En tiempos de tanta atrocidad, es un deber más allá del placer disfrutar con maravillas como las portadas literarias soviéticas de los años 30. Deléitense.