Se ha cumplido un año del inicio de la vacunación masiva. Si las previsiones fueran correctas, es decir, si la vacunas hubieran reducido el riesgo de enfermedad, entonces el año pasado el exceso de mortalidad se hubiera reducido. Sin embargo, ha ocurrido todo lo contrario.
El exceso de mortalidad de 2020 se atribuye al virus, pero el de 2021 no se atribuye a las vacunas. Es posible que el discurso oficial ni siquiera reconozca que hubo tal exceso, o no lo atribuya a las vacunas, sino al “covid”. En tal caso, las vacunas no serían letales; simplemente no habrían servido para nada (en el mejor de los casos).
Las primeras cifras disponibles indican que los excesos de mortalidad son importantes, del orden del 20 por cien en Italia, aunque hay cifras superiores para otros 40 países que también han desatado campañas masivas de vacunación.
Esas cifras serán discutidas durante muchos años y habrá quien diga, posiblemente con razón, que se trata de casos de comorbilidad, ya que las inyecciones se han aplicado hasta en tres dosis a poblaciones físicamente muy debilitadas, como ancianos o personas inmunodeprimidas. Entonces tendremos que reconocer que los gobiernos jamás debieron debilitar más a los más débiles con inyecciones repetidas, una detrás de otra.
Lo más notable es que aún no ha transcurrido un año y aún no podemos saber los efectos a largo plazo de las vacunas que, como con el resto de la pandemia, habrá quien los niegue y lo tendrá mucho más fácil. Si no aceptan que los muertos habidos el año pasado se deben a las vacunas, mucho menos admitirán lo mismo a medida que el tiempo transcurra.
Los efectos letales de las vacunas tampoco son directos, sino que operan a través de otras enfermedades que inducen en el organismo. Por ejemplo, un alto médico militar de Estados Unidos declaró ante un tribunal que habría un aumento del 300 por cien de los casos de cáncer en el ejército en 2021, expresando su preocupación por la relación con la vacunación, ya que el ejército estadounidense está vacunado en un 96 por cien.
Los efectos indirectos y a largo plazo de las vacunas no sólo van a causar muertes sino enfermedades de larga duración, es decir, una fuerte presión sobre el sistema hospitalario. Especialmente preocupante es el hecho de que estas vacunas no han fortalecido el sistema inmune, sino todo lo contrario, lo cual significará más enfermos y enfermedades más graves. En términos técnicos se califican como Vaed o “enfermedades potenciadas asociadas a las vacunas”.
En resumen, parece comprobado que las vacunas no han reducido el riesgo de enfermedad ni de mortalidad. Desde luego que tampoco han impedido la circulación del coronavirus, la transmisión o el contagio, por lo que el año pasado fue otro caso bastante claro de que el remedio creó la enfermedad.
Se va a comprobar en África y otros países en desarrollo, cuando las ONG inicien campañas masivas de vacunación. Hasta ahora han logrado mantener tasas bajas de mortalidad, pero en cuanto comiencen a inyectar las vacunas, el número de muertes aumentará y los medios empezarán a hablar de una epidemia que, hasta ahora, no había aparecido.
Al igual que en el andén de Auschwitz, el capital selecciona a quienes explota para extraer capital y elimina a quienes sólo suponen un coste improductivo. Lo que mata a las personas es el sistema capitalista, mediante condiciones de vida y de trabajo deplorables y políticas criminales.