Numerosos ayuntamientos han incorporado a su actuación los llamados «agentes tutores», miembros en activo de la Policía Local que, según el Ministerio del Interior, son agentes que tienen como función primordial «la protección del entorno escolar» y «la resolución de los conflictos» entre menores de edad, donde se aplica la lógica de que un agente armado es la mejor solución a los problemas en el entorno educativo.
El término «policialización» de la vida pública es un neologismo creado en América Latina que surge como reacción social a la creciente participación de uniformados en la vida pública, y que está en boga en países que han vivido dictaduras militares como las de Chile o Argentina. En estos países es habitual ver a personas del mundo académico, militante o cultural expresar su rechazo a que la conflictividad social sea respondida manu militari, precisamente por las reminiscencias dictatoriales de estas prácticas.
A diferencia de muchos países del continente latinoamericano, España no es un territorio que haya purgado esas reminiscencias del estado fascista, y paradójicamente, incluso entre población que se considera a sí misma «de izquierdas», no se ve con malos ojos que las Fuerzas de Seguridad, cuerpo que tiene el monopolio del ejercicio de la violencia legal, extiendan este privilegio a todas las esferas que se le puedan presentar.
Hay policías en las tertulias televisivas, haciendo recomendaciones de vida a la audiencia; hay policías que acompañan a ambulancias cuando a alguien le da un infarto -porque todo el mundo sabe que una emergencia sanitaria se resuelve con la ley y el orden-; hay agentes en los cursos universitarios, etc. Y ahora esta invasión policial se amplía también a los centros educativos.
Si bien no se trata de una policialización «a las bravas», los programas de «agente tutor» que centenares de ayuntamientos españoles están adoptando son una sutil entrada de la violencia estatal en las cabezas de la infancia, a la que se pretende educar en el respeto ciego a la autoridad, a la obediencia debida y a la delación como forma de resolución de problemas.
El programa de servicio elaborado por la Federación Española de Municipios y Provincias establece qué funciones pueden desarrollar estos agentes en la que, por ejemplo, se incluye la vigilancia de los alrededores de los centros escolares para prevenir el absentismo o la escolarización de la infancia, normalizando así el uso de la fuerza policial para «reintegrar» al alumnado a la vida escolar, aunque sea porra en mano.
Pero no solo eso. Las actuaciones de estos agentes también deben incorporar «el asesoramiento y colaboración con los equipos directivos de los centros docentes en asuntos relacionados con el ámbito competencial del municipio y de las policías locales, así como mantener reuniones periódicas con el profesorado«. Es decir, que un cuerpo armado pasará a integrar el claustro que decide los aspectos más importantes de la vida del alumnado.
Lo cierto es que no existe una norma que regule específicamente el ingreso de la policía a los establecimientos educativos. Pero lo más evidente es que las problemáticas que se le delegan a los «agentes tutores» son las que el propio sistema educativo delega en los agentes; si un alumno de primaria es muy violento y no hay explicación, se llama a la policía. Si se percibe que alguno de los alumnos pasa hambre, se llama a los servicios sociales para que vayan a su casa, y que irán acompañados de la policía, y así indefinidamente.
La conclusión es obvia: se trata de formar a un alumnado temeroso, obediente y que incorpore a su acervo vital que los problemas de cualquier índole deben resolverse con orden y represión, fundamentalmente aquellos de carácter social (por eso apenas hay agentes tutores en los colegios de ricos). Y para eso hacen falta dos cosas: un profesorado poblado por ineptos, y una policía ávida de invadir el espacio educativo, al mismo nivel que lo hiciera la Iglesia Católica en otras épocas.