La narrativa fascista ha planteado históricamente la inmigración como problema de la clase obrera nacional. Se trata de un postulado que la burguesía siempre ha tenido a mano cuando el Estado capitalista era incapaz de promover cierto bienestar entre la población. En apariencia, el discurso plantea que si se expulsan a los inmigrantes, habrá mayor oferta de trabajo y por tanto los empresarios deberán pagar más a los trabajadores nacionales.
En un artículo anterior veíamos cómo bajo el capitalismo lo que se plantea en apariencia siempre encierra su contrario, y la política migratoria, presentada como una defensa de los trabajadores nacionales, no escapa a esta lógica. La realidad, analizada dialécticamente, muestra que esta «solución» es también su lado opuesto: una medida que fortalece estructuralmente la posición del capital y debilita a la clase trabajadora en su conjunto.
El caso de la Operación Espalda Mojada (1954) en Estados Unidos fue un caso paradigmático de cómo quienes creían que se viviría mejor deportando migrantes, se encontraron con que todo fue a peor. Existía en aquellos años una preocupación generalizada sobre la inmigración ilegal proveniente de México. Se argumentaba que los «braceros» (trabajadores agrícolas mexicanos) estaban «quitando trabajos» a los estadounidenses y deprimiendo los salarios en el sector agrícola.
El gobierno de Eisenhower lanzó una campaña masiva de deportaciones, liderada por el Comisionado de Inmigración, el General Joseph Swing. En poco más de un año, más de un millón de personas (la gran mayoría de origen mexicano) fueron deportadas o se vieron forzadas a huir.
Paralelamente a las deportaciones, existía el Programa Bracero (1942-1964), un sistema de «trabajadores invitados» que permitía la entrada legal temporal de millones de mexicanos para trabajar en la agricultura y los ferrocarriles.
Los grandes agronegocios dependían totalmente de esta mano de obra barata y dócil. El problema para los capitalistas no era la presencia de mexicanos, sino que muchos empezaban a eludir el programa Bracero (que conllevaba toda clase de abusos) y entraban ilegalmente, ganando cierta autonomía.
La contradicción de la Operación Espalda Mojada fue, en esencia, que reforzó el poder de los patrones. Al reprimir la inmigración ilegal, obligaban a los trabajadores a volver al canal oficial y controlado del Programa Bracero, donde tenían menos derechos y estaban más atados a sus empleadores. Lo que se vendió como protección al trabajador nacional fue, en realidad, un mecanismo para garantizar una fuerza laboral extranjera más explotable y menos rebelde.
No hubo un aumento significativo de salarios ni una mejora sustancial en las condiciones laborales para los trabajadores agrícolas estadounidenses que supuestamente se estaban protegiendo.
Por el contrario, la deportación masiva creó escasez de mano de obra en muchas granjas, lo que generó caos en las cosechas y perjuicios económicos para regiones enteras.
Al mantener un sistema (Bracero) basado en salarios bajos y derechos limitados, se perpetuó un marco de explotación que afectaba a todo el sector, dificultando que cualquier trabajador, nacional o no, pudiera reclamar mejoras. La medida debilitó estructuralmente el poder de negociación de la clase trabajadora agrícola en su conjunto.
La retórica antimigratoria oculta que el salario no lo determina simplemente la oferta y demanda de trabajo, sino la lucha de clases y la necesidad del capital de mantener un «ejército industrial de reserva» (concepto clave de Marx), esto es, una masa de desempleados que presione los salarios a la baja y esté disponible para cuando el capital la necesite.
Expulsar inmigrantes no elimina el ejército industrial de reserva; solo lo recompone temporalmente, pero el capital buscará otras formas de crearlo (automatización, deslocalización, precarización de otros sectores). La apariencia de «proteger» al trabajador nacional encubre el fortalecimiento del poder del capital para dividir y gestionar a su fuerza laboral.
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