En 1933 Roosevelt tomó posesión de su cargo como Presidente de Estados Unidos en medio de la Gran Depresión. Nada más sentarse en su despacho oval tuvo que cerrar los bancos durante varios días.
La crisis sacaba el oro del país y, como tantos otros países capitalistas, Roosvelt tuvo que adoptar una medida típica de la transición del capitalismo liberal al monopolista: tanto las personas como las empresas estaban obligadas a vender su oro a la Reserva Federal a un precio tasado de 20,67 dólares la onza, bajo penas de multas y cárcel.
El 20 de abril, finalmente, Estados Unidos abandonó el patrón oro, lo que provocó una caída en la cotización del dólar.
En aquella época el mundo no era tan ingenuo como ahora y la mayoría de los contratos de deuda incluían una cláusula de oro, que preveía un reembolso en oro que protegía al inversor de la caída en la cotización del dólar.
Una cantidad considerable de deuda, 120.000 millones de dólares (el 180 por ciento del PIB) tenía esa cláusula que, en definitiva, obligaba a pagar las deudas en la única moneda de verdad, el oro, lo cual era imposible.
Había que anular dichas cláusulas para que las deudas se pagaran en dólares y, por lo tanto, se pagara menos dinero, es decir, una declaración generalizada de quiebra, un verdadero “corralito” que, como veremos, no es típico de los países tercermundistas sino de las grandes potencias imperialistas.
Eso suponía acabar con uno de los pilares del capitalismo y del derecho civil: “pacta sunt servanda” (los compromisos están para cumplirlos).
Es lo que hizo el Congreso el 5 de junio de 1933: anular con carácter retroactivo todas las cláusulas oro de todos los contratos.
Además hubo un segundo reconocimiento de la quiebra: el 31 de enero de 1934 Roosevelt devaluó el dólar en un 69 por ciento: el precio del oro pasaba a 35 dólares.
Acostumbrados al viejo liberalismo del siglo XIX, los capitalistas recurren al Tribunal Supremo porque la declaración de quiebra era contraria a la sacrosanta Constitución. Roosvelt tenía perdida la partida porque, sin ningún género de dudas, el Tribunal Supremo revocaría la anulación de las cláusulas en oro de los contratos.
Entonces se puso en marcha eso que llaman “independencia judicial”, es decir, una campaña de presiones dirigida desde la Casa Blanca, que logró los frutos deseados: el 18 de febrero de 1935 los jueces fallaron a favor de Roosvelt por cinco votos contra cuatro.
Gracias a la magia legal y judicial, a partir de entonces en Estados Unidos hubo un 69 por ciento menos de deudas, lo cual era algo más fácil de digerir.
La sentencia del Tribunal Supremo era pintoresca porque dictaminó que la anulación de la cláusula oro era contraria a la Constitución, pero que a pesar de ello el demandante, John Perry, no había sufrido perjuicio en términos de poder adquisitivo.
“Para nosotros la Constitución ha muerto”, protestó James Clark McReynolds, uno de los magistrados del Tribunal Supremo que votó a favor de la minoría. Con la Constitución lo que había muerto era el viejo capitalismo del siglo XIX.
Así fue como coló la aprobación de una norma anticonstitucional, porque las leyes y decretos, lo mismo que las resoluciones judicial, no regulan nada sino que son reguladas, en este caso por otras leyes más importantes, que son las del capital monopolista y financiero.
Hay que refrescar de nuevo la memoría histórica porque estamos a las puertas de una bancarrota mucho mayor que la que padeció Estados Unidos a partir de 1929. La diferencia es que ahora ya no queda nada del patrón oro. La crisis no se va a ceñir a Estados Unidos, sino al mundo entero, que querrá salir otra vez del apuro con una triquiñuela como la del Tribunal Supremo en 1935, es decir, haciendo que su quiebra la paguen los demás.