Todas las religiones, exceptuando los ritos iniciáticos, las sociedades secretas (pongamos los Templarios) y discretas (digamos el Opus Dei), esotéricas, etc., una vez organizadas (como la católica), oficializadas y en el co-poder, se convierten de perseguidas en perseguidoras, ineluctablemente, sin solución de continuidad y
«sub specie aeternitatis». Esta regla de oro vale igual para la cristiana que la musulmana que la judía (las tres grandes religiones monoteístas) que la budista (que no puede decirse, en rigor, que sea una
«religión» y sí, más bien, una filosofía o una
«religión laica») que la sintoísta (que tampoco es, en puridad, una religión en Japón). ¿A quién persiguen? A los herejes, palabra que viene del griego
airesis y que significa
«elección, separación». En los tiempos de Jesucristo (ya casi se antoja baladí saber si fue un personaje histórico o ficticio porque su
«densidad histórica» se ha impuesto,
«velis nolis, nolens volens», como una verdad a fuerza, quizá, de repetir machaconamente una mentira y una falsedad histórica), con atmósferas más bélico-filosóficas que puramente religiosas y no digamos teológicas, hereje sería un esenio (un
«abertzale» de entonces, secta a la que, dicen, perteneció Jesucristo que, de haber existido, repito, hubiera sido un judío patriota antirromano
«desjudaizado», después, por el tarsiota Pablo, judío romanizado y este. sí, realmente existente) respecto de un ordenancista saduceo (los de las
«trampas saduceas», que decían los políticos franquistas tecnócratas) pero no un nazareno (como era el mítico Sansón, el greñudo, que sería, hoy, y entonces para los romanos, un
«terrorista»). Después, y ya con pleno sentido religioso, fue el cristianismo -más bien el agustinismo político-, ya acomodado y apoltronado, quien decidió en sus Concilios, los mandamases, lo que es herejía, lo que es canon y lo que va a misa, nunca mejor dicho. Con el tiempo, la escuela aristotélico-escolástica, tomística, y ya no de Agustín de Hipona que tenía a la filosofía como
«ancilla» (esclava) de la religión, se dedicó a justificar las sanciones de la jerarquía eclesiástica con enrevesados argumentos
«quodlibetanos» (hala, al diccionario) y de claustro. Al hereje, leña, pero razonada. Era la llamada Segunda Escolástica y la
«doble verdad», un intento (imposible) de conciliar razón y fe, o sea, Aristóteles con la Revelación o átame esa mosca por el rabo.
Hubo en la historia montañas de herejías, pero un montón. En la Alta y Baja Edad Media, no tan «oscura» como suele decirse, había donatistas, pelagianos, priscilianos y, mayormente, arrianos (como eran los hispanovisigodos que veis en los reyes de la baraja española). Más tarde, en el siglo XIII, el patarismo (en la Pataria, hoy Padania italiana) y el valdismo y el catarismo («cátaros», en griego «puristas», esto es, aquellos que se veían en la excelente película «El nombre de la rosa» basada en la novela histórico-policíaca-detectivesca de Umberto Eco). O los husitas checos, bogomilos, begardos… Estos herejes (un hereje nunca se llama a sí mismo «hereje», les llaman, les etiquetan) no eran, como diría Durkheim, «anómicos», esto es, aceptaban la religión cristiana pero basada en las puras reglas. Iban a las fuentes. No eran fanáticos. Eran, un poco, si puede decirse así, la quintaesencia de unos principios.
Aquí, afortunadamente, tenemos una Constitución sacra, eterna y perenne para poder meter en cintura (léase «reglas del juego») a los nuevos herejes se disfracen como plazcan: abertzales, comunistas, anarquistas, antifas, ácratas, okupas, antidesahucios, antisistema y, por supuesto, el «entorno». Y hasta gentes de orden como en Catalunya. Lo dijo el siniestro quelonio Alfonso Guerra muy bien: «el que se mueva no sale en la foto». O sea que a ponerse guapos…