Hace más de 100 días que Nueva Zelanda no detecta ningún contagio de coronavirus, pero es igual: el gobierno se prepara para imponer otro confinamiento total. Esta vez el pretexto no es sanitario, sino esa moda que los expertos llaman “la nueva variante delta”.
Para ello ha establecido un nivel de alerta más alto, a un paso del confinamiento, porque los “expertos” temen que la “cepa delta” se haya infiltrado en el país insular. No lo saben, no lo han detectado, pero eso da igual: tienen miedo.
El gobierno de Wellington había acordado una burbuja de viaje sin cuarentena con la vecina Australia, pero ni siquirera eso. El país es una ratonera de la que sólo se puede salir nadando.
Los “expertos” y medios de intoxicación siguen alarmando con una supuesta peligrosidad, a pesar de que en el país no ha habido ninguna clase de pandemia. Pero la nueva variante es más infecciosa, aseguran.
En Nueva Zelanda se han administrado más de un millón de dosis de la vacuna de Pfizer, según cifras oficiales, pero no ha servido de nada. Ninguna vacuna evita la transmisión del virus y nadie es capaz de explicar para qué están utilizando a la población como conejillos de Indias de sus experimentos.
La agencia Bloomberg puso a Nueva Zelanda en el primer lugar entre los países que mejor han gestionado la pandemia, a pesar de que es un destino turístico para los viajeros chinos. Con cinco millones de habitantes, en más de un año de pandemia sólo ha conseguido atribuir 26 muertos al coronavirus. El último murió el 15 de febrero.
Padecemos la mayor vergüenza que ha conocido la humanidad desde hace siglos. Es para hacérselo mirar muy despacito.