Acostumbrados como estamos a los clichés de Hollywood, la épica del western (las pelis «del oeste» gringo) sólo muestra aspectos parciales del legendario Far West (Lejano Oeste). Tipos e hipotipos atípicos como el gunman o pistolero, ya sea en su vertiente patológica y solitaria o como caballero andante medieval tan bien encarnado por Clint Eastwood («Clin Ísvu», para los castizos de raza). Nada que ver con la auténtica historia de los míticos cowboys, quienes, para empezar, eran malos tiradores. El «salvaje oeste» (wild west) ni era tan «salvaje» ni tan del «oeste». Los pistoleros profesionales procedían del Este, como (Wild) Bill Hickock o Butch Cassidy (el Paul Newman de «Dos hombres y un destino»).
Haremos un inciso para decir que Billy the kid (Billy el niño) era un enfermo mental, Jesse James un tacaño pervertido, Wyatt Earp, usurero y ladrón amén de proxeneta en Dodge City y «Bat» Masterson un «fantasmón» cobarde que le daba a los pordioseros con su bastón y se hizo imprimir 22 víctimas imaginarias en la culata de su colt: las «muescas». «Doc» Hollyday no era médico, sino dentista y tuberculoso. Estos son los «héroes», aparte de Daniel Boone, Davy Crockett, Kit Carson, Jim Bowie y demás que solamente existieron en el celuloide -poblando y colonizando nuestra infancia a los que ya peinamos canas- siendo su vida real pura anécdota y pretexto para engranar la parca «historia» de EE.UU. En España tienen al Cid y a Guzmán el Bueno.
En realidad, no puede hablarse de un tipo genuino de cowboy, ya saben, rudo, zafio, sucio y amante de la bronca. Lo primero que hacían al llegar a una ciudad era ir al barbero (barber shop), lavarse y comprar ropa. Y, luego, irse de farra, eso sí, después de largas jornadas por las inmensas praderas. No todos bebían ni jugaban ni montaban números. Incluso daban la paga a «su chica», quien la tuviera, pues eran solterones empedernidos y su salario no les daba para formar un hogar. Los vaqueros eran gente de gustos diversos. Como los humanos que se encuentran en sociedades creadas súbitamente, estaban convencidos de que cada uno es responsable de sí mismo y del modo como conduce su existencia, o sea, si te va mal, te jodes, tú te lo has buscado, haber seguido el ejemplo de Zaplana, que este sí que es listo de cojones. O listillo. Algo típico del puritanismo (los católicos son puritanos sin saberlo, y los puritanos ni saben que lo son) calvinista protocapitalista: ayúdate a ti mismo y el cielo te protegerá. Aún así, no soportaban -volvemos a los vaqueros- las leyes ni nada que reglamentara su libertad individual. El cowboy era el individualista más perfecto que el modo de vida americano (american way of life) haya jamás producido. Su único código de honor era «vive y deja vivir» (live and let live, y no live and let die, vive y deja morir, de la película bondiana con música de Paul MacCartney con que se queda el personal). Y jamás disparar a un hombre desarmado o no darle oportunidad de defenderse, pero muy lejos de los peliculeros duelos.
Estos hombres, que habían cortado todos los lazos con su familia, quien la tuviera, para vivir en la soledad de un microsistema exclusivamente masculino, tenía, a ver, sus urgencias sexuales. Su punto de vista respecto a la sexualidad no era cuáquero ni meapilas. Para ellos, esta necesidad – recordemos el bromuro que se metía en el rancho de los que hacían la «mili» en Hispanistán – era la más natural de todas y no veían ninguna razón válida para negarse, y menos mortificarse, la satisfacción de tener en cuenta el sexo del compañero. Lo mismo que no se privaban de comer, beber, cantar y bailar entre ellos. Si era posible, las relaciones sexuales se daban con mujeres, pero cuando el oficio obligaba a que grupos exclusivamente masculinos permanecieran aislados en regiones apartadas, tenían lugar entre hombres, o sea, como los espartanos. Y sin ninguna afectación afeminada, lo que un cowboy jamás toleraría. Igual que ver maltratar a una mujer, algo insoportable para él, por ser propio de cobardes, de poca «hombría».
La libertad individual, la confianza en sí mismos y la lealtad a los compañeros, aparte de una filosofía panteísta pegada a los indios, eran sus lemas. La silla de montar su tesoro (como hoy las llaves del coche, que si las pierdes te cagas en lo más barrido). Una cosa es el cine y otra la historia. Aquella película de hace unos años, Brokeback Mountain, de Ang Lee, que trataba de las relaciones homosexuales entre dos rudos vaqueros, se acercaba pelín a la realidad de las cosas en aquellas condiciones y circunstancias.