La reconquista del norte de Siria por parte de las tropas leales al gobierno de Damasco se enfrenta a cuatro obstáculos: los yihadistas, el ejército turco, los kurdos y el ejército de Estados Unidos.
Desde el inicio de su intervención militar en suelo sirio, Moscú ha querido desempeñar un papel mediador, lo que le obliga a un equilibrio delicado. Apoya al gobierno de Damasco en su propósito de reconquistar todo el territorio pero, además, quiere coordinarse con Ankara.
En Moscú consideran que el eje de la resistencia (Teherán-Damasco-Hezbolah) es un baluarte contra el yihadismo, pero no contra Israel. En Siria, los rusos tienen que frenar a los iraníes y a Hezbolah.
Rusia es sin duda la principal potencia operativa en Siria, pero no es omnipotente. Además de las dificultades en el norte del país, se enfrenta a dos peligros en el sur: el peligro de los yihadistas (especialmente en la provincia de Deraa) y la amenaza de una guerra entre Israel y el eje de la resistencia.
De ahí que la posición rusa resulte ambigua. Por un lado, Moscú trabaja para establecer un comité para dotar al país de una nueva constitución y exige al gobierno sirio que haga concesiones políticas e institucionales. Por el otro, considera que la prioridad es la reconstrucción material del país.
La estabilización del país y la solución de la cuestión de los refugiados requieren, según el Kremlin, sobre todo de la reconstrucción económica.
En el contexto de la reconstrucción, Rusia cuenta con la participación financiera de Europa y de los países del Golfo, en primer lugar de Emiratos Árabes Unidos.
El caso de Turquía es muy especial por la cuestión frontriza y porque forma parte de la OTAN. Desde 2016 el gobierno de Ankara se ha convertido en un socio estratégico. El proceso de Astana, establecido en 2017, es una oportunidad para Rusia.
Rusia pretende que Erdogan abandone su propósito de derrocar a Bashar Al-Assad. Las negociaciones políticas para crear el comité constitucional es el precio a pagar para que Turquía cambie de política respecto a Siria.
Pero no es el único precio a pagar. A principios de 2018 Rusia permitió que el ejército turco comenzara a operar en Afrin porque fue una forma de mostrar a las milicias kurdas el coste de su sometimiento a los planes de Washington.
En septiembre del año pasado Rusia y Turquía acordaron la creación de una zona desmilitarizada en Idlib, que a Turquía le podría haber evitado una nueva ola de refugiados y, además, ponía buen recaudo a los grupos yihadistas que apoya en la región.
El plan le salió mal a Ankara. En muy poco tiempo, unos yihadistas devoraron a otros y Al Qaueda (Hayat Tahrir Al-Sham) salió triunfante y Turquía dio un paso adelante y acordó con el ejército estadounidense la creación de otra zona de seguridad a lo largo de la frontera sirio-turca, especialmente en las zonas controladas por el FDS en el noreste.
Después de la ofensiva del ejército regular en Idlib, Putin hizo concesiones para volver a un cierto equilibrio: apoyó la zona de seguridad para Turquía con el prtexto de los refugiados sirios en Turquía y olvidando a las milicias kurdas (con las que Rusia sigue manteniendo relaciones).
Más de un mes después del acuerdo turco-americano, Ankara expresó su insatisfacción y amenazó con intervenir militarmente contra las milicias kurdas. Esta intervención militar parece impensable si Moscú no da la luz verde.
Pero lo que le gustaría a Rusia es que el acuerdo de los turcos con Estado Unidos fracase porque reforzaría su capacidad negociadora.
Pero a corto plazo, el principal objetivo de Moscú es la salida de las tropas estadounidenses del nordeste de Siria.