Si la versión oficial de la muerte de Al-Bagdadi es cierta, lo que sería una enorme sorpresa, el dirigente del Califato Islámico no habría sido localizado en Irak, donde se le suponía, sino en en Berisha, o sea, en Idlib, cerca de la frontera turca (y por lo tanto de la OTAN), una zona que nunca estuvo bajo el control de la organización yihadista.
A su sustituto a la cabeza del Califato Islámico le llaman Qardash y, según parece, es un antiguo oficial del ejército irakí que sirvió a las órdenes de Saddam Hussein.
Su biografía oficial dice que desertó de su puesto con sus hombres el primer día de la invasión estadounidense de Irak en abril de 2003 por orden del entonces Ministro de Defensa irakí, que fue reclutado por la CIA en junio de 1999 y más tarde se convirtió en ciudadano estadounidense.
Si han visto la película “Zona verde” lo entenderán un poco mejor: tras la invasión militar de 2003 Estados Unidos sobornó al alto mando militar irakí para reforzar Al-Qaeda y posteriormente reconvertirlo en el Califato Islámico, una organización nacida y nutrida sólo en las zonas donde se encuentran los oficiales de enlace de la OTAN en Oriente Medio.
Cuando en una rueda de prensa los periodistas le preguntaron al Presidente Duterte de Filipinas por las razones que le llevaron a firmar un desfavorable Acuerdo de Manila con Washington, respondió: “¿Quieres que me exporten al Califato Islámico?”
A Duterte nadie le hace caso, pero tiene razón. De hecho hubo un intento de establecer al Califato Islámico en el sur de Filipinas, en la isla de Mindanao, donde opera el Frente Moro de Liberación Islámica, un movimiento muy antiguo.
Para ser una organizacion derrotada, el Califato Islámico tiene una logística espectacular que no se limita a Oriente Medio, sino también a África y Asia, siempre en países clave en los que la OTAN tiene intereses estratégicos.
Hace ya mucho tiempo que la propaganda imperialista ha dejado de estar en medios, como el Washington Post; nos gusta más la ficción. Queremos películas de acción.
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