La pandemia ha metido al mundo en un gran cursillo de farmacia en el que hemos aprendido términos tan complicados como “hidroxicloroquina”, el brebaje que toma Trump a pesar de que no padece ninguna enfermedad (lamentablemente).Para simplificar nosotros hablaremos sólo de “quina” o “quinina” porque es más fácil y nos resulta mucho más familiar: en España, sobre todo en la posguerra, a los niños españoles también les suministraban “quina” de marcas comerciales como Santa Catalina, San Clemente o Sansón para paliar la desnutrición. También hoy las bebidas tónicas, normalmente carbonatadas, tienen quina.
Pero hasta hace muy pocos años se fabricaban vinos y bebidas alcohólicas con quina, incluso para los niños, que los médicos recomendaban como parte de una dieta sana. En los setenta, los anuncios de la quina en la televisión española causaron furor entre los niños.
Desde el principio de la pandemia, en Francia hay una batalla mediática acerca de su empleo para “combatir” al feroz coronavirus, de la que aquí no nos hemos enterado porque para eso están las grandes cadenas de incomunicación.
Pero con Trump todo ha cambiado, y a los farmacéuticos hispanos les ha faltado tiempo para decir que las terapias con derivados de la quina no están contrastadas científicamente (bla, bla, bla, bla, bla, bla) y lo que es peor: tienen contraindicaciones. Creemos entender que es el único fármaco que tiene efectos secundarios…
A los científicos auténticos nunca les gustó la quina porque es un remedio casero, propio de hechiceros, conspiranoicos y terraplanistas. Son unos polvos derivados de la corteza de la chinchona, “el árbol que cura la fiebre” (Cinchona officinalis). El secreto de su fabricación lo plagiaron los jesuitas en las colonias americanas en el siglo XVII. Luego se hicieron con el monopolio de la exportación antes incluso de que existieran las patentes.
Se utilizó ampliamente en Europa contra la malaria, que entonces estaba muy extendida, mucho más que ahora, a pesar de que mata a un millón de personas en el mundo cada año, cuatro veces más que el coronavirus.
Por cierto, la malaria o paludismo tampoco es una enfermedad contagiosa. La provocan algunas variedades de un parásito unicelular, el plasmodium, que se transmite a través de la picadura de la hembra del mosquito anófeles.
Durante siglos los distintos preparados del brebaje, incluidos los alcohólicos, tuvieron un enorme éxito comercial. Los holandeses lo plagiaron a los jesuitas. Cultivaron el árbol en Indonesia, que resultó una gigantesca fuente de ganancias hasta hace muy pocos años.
Fue el producto estrella de la farmacia militar. Las expediciones coloniales de las grandes potencias europeas contra el Tercer Mundo hubieran sucumbido de malaria si a las tropas no les hubieran suministrado quina.
Durante la campaña de Madagascar en 1895, la fuerza expedicionaria francesa tuvo 12 soldados muertos y 88 heridos en el campo de batalla, contra más de 5.000 muertes por enfermedad, tres cuartas partes de ellas debidas a la malaria.
Por eso Madagascar conoce muy bien la quina. No hay guerra ni ejército imperialista que no haya estado acompañado de la quina. En 1942 el Afrika Korps de Rommel se bañó en quina para combatir a los británicos en el Alamein. En 1945 el general McArthur dijo que en la Batalla de Pacífico la quina había sido más importante que los portaviones.
Progresivamente la ciencia auténtica se fue apoderando de lo que hasta entonces sólo era un conglomerado de diferentes brebajes naturales, al tiempo que introducía nuevas patentes y repudiaba los antiguos remedios porque le hacían la competencia. El pretexto es siempre el mismo: sus efectos no están corroborados por ensayos clínicos, experimentos de laboratorio y bla, bla, bla, bla, bla, bla…
La quina había recorrido 400 años y los mequetrefes quieren hacernos creer que no había suficiente experiencia terapéutica para sustituirla por los diferentes derivados que elaboran las marcas comerciales: pamaquina, mepacrina, cloroquina, mefloquina, halofantrina…
Durante la Guerra de Vietnam, las tropas imperialistas llevaban sus frascos con derivados de la quina. Los vietnamitas tuvieron que recurrir a China, que elaboraba extractos de artemisa (Artemisia annua), alguna de cuyas variedades en España se llaman “hierba de San Juan” (Artemisia vulgaris).
Hacia 1980 los chinos aislaron el ingrediente activo, la artemisinina, que hoy es el remedio antipalúdico más eficaz.
A partir de una artemisa diferente de la Artemisia annua se prepara la absenta, una bebida alcohólica muy fuerte que ingería la bohemia intelectual parisina en el siglo XIX. Los médicos militares franceses también recurrían a la absenta para tratar a los soldados que padecían malaria (al tiempo que los emborrachaban).
Si pasamos de Francia a una de sus colonias, Madagascar, el asunto cambia un poco. El mes pasado el Presidente del país africano, Andry Rajoelina, anunció que sus científicos habían desarrollado CVO, otro remedio derivado de la artemisa para tratar la malaria.
Pero además de antibacteriano, en Madagascar creen que el CVO es también antiviral y con la pandemia de coronavirus creen disponer de una fuente de ingresos. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud lo ha saboteado para que los africanos sigan dependiendo de las multinacionales farmacéuticas. El CVO es brujería, seudociencia y bla, bla, bla, bla, bla, bla…
Como ya hemos expuesto en otra entrada, el Presidente malgache ha reaccionado pidiendo a todos los países africanos que abandonen la Organización Mundial de la Salud.
Más información:
– Tras Tanzania también Burundi expulsa a los miembros de la OMS
– El Instituto Pasteur reconoce que infló las cifras reales de ‘contagiados’ de coronavirus en Madagascar
– El remedio africano contra el coronavirus es un mal trago para la Organización Mundial de la Salud
– Madagascar no vacunará a la población contra el coronavirus (de momento)