Teatro-besugo

Nicolás Bianchi

Había dos señoras cuando entré en la carnicería. Eran inusualmente altas y ya talludas. «Pues sí», dice una, «con motivo de su casamiento el padre le regaló un hijo». Esos son regalos, repuso la otra, y no tanto caballo regalado sin mirar el diente. Por cierto -añadió-, mis hijos siempre me dicen que me quite el moño como signo de liberación femenina, pero yo no sé quién soy, sólo sé que estoy aquí, en la carnicería, y todavía no sé qué comprar, ese es mi dilema vital. Pero no quiero ayudas: me encantan los dilemas, tienen su atractivo, su morbo. En la escuela, de cría, enhebraba silogismos y entimemas cosa fina. «Deduzco por su edad -dice la otra mujer- que sus hijos son ya varones y bebedores de vino, ¿viven con usted?» No, no viven conmigo ni tampoco tengo hijos. Quizá mañana sepa algo sobre este particular. En este minuto no me da la real gana. Es curioso -exclamó la segunda señora sin asombro, o sea, sin filosofía- juraría… estoy por decir que es tarde para ver a mi médico. Murió pasado mañana en un accidente. Un tren atropelló su coche. Menos mal que él pudo saltar a tiempo y salvarse, aunque hay y circulan versiones distintas y hasta opuestas, grandezas de la democracia. Me pregunto, dijo el carnicero con aire despreocupado mientras amasaba carne picada para hacer albondiguillas o, quizá, quién sabe, hamburguesas porque aquel día era lunes, cómo es que si el poeta está esperando que le llegue la inspiración, ¿cuándo respira? Supongo que el poeta respira por la herida (patriótica).

En fin, dijo una señora que ahora mismo no sabríamos precisar por culpa del smog, como dicen mis hijos que ahora decido tener, caprichos de una, la política debe dejarse a un lado. «¿De qué lado?», dije yo porfiando, que es un bonito y delicado gerundio, no me lo negarán. A la derecha, a unos treinta metros de la gasolinera y de todas las gasolineras (en eso sonó el reloj de cuco señalando, o, más bien, chivando que anunciando que eran las doce ocló). «Vaya, dije yo, me voy a tener que ir yendo -que no es mala manera de irse- en este místico muero porque no muero». ¿Adónde?, me preguntan todos sin orden de prelación, sin jerarquías. «No lo sé -digo- pero hace un rato lo sabía». ¿No tiene casa? Nunca tuve, ¿Y dónde va a dormir? No duermo. ¿Y si se cae? Me levanto. ¿Y si se vuelve a caer? Entonces no me levanto. ¿Y qué hace? Duermo.

Estoy leyendo, dice el carnicero intrigado, «El cuarto amarillo», de Gastón Leroux. En esa novela -prosigue- se investiga un crimen que parece imposible pues ha sido cometido en un cuarto cerrado, qué enigma. Ni siquiera un socorrido mayordomo que echarse a la boca para aliviar a los modestos aficionados a la subliteratura criminal, ¿qué opinan? Yo llamaría a los bomberos -dijo alguien de una ONG- pero sé que están ocupados en apagar polémicas. Pues yo, dijo una señora, recurriría a Ionesco o Beckett pero están haciendo pruebas para fichar a Gareth Bale por el Manchester United, gente esforzada, intelectual, cotizan. Pues yo, dijo la otra señora que queda, suplicaría a la «clase política», o sea, pediría un suplicatorio.

Se oyó un cavernoso ronquido. Mío. Pagué mi cuenta con tres ronquidos diptongados y salí (si es que había salida en esa carnicería buñuelesca).

¡Feliz Año Nuevo, señores y señoras!

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