En fin, dijo una señora que ahora mismo no sabríamos precisar por culpa del smog, como dicen mis hijos que ahora decido tener, caprichos de una, la política debe dejarse a un lado. «¿De qué lado?», dije yo porfiando, que es un bonito y delicado gerundio, no me lo negarán. A la derecha, a unos treinta metros de la gasolinera y de todas las gasolineras (en eso sonó el reloj de cuco señalando, o, más bien, chivando que anunciando que eran las doce ocló). «Vaya, dije yo, me voy a tener que ir yendo -que no es mala manera de irse- en este místico muero porque no muero». ¿Adónde?, me preguntan todos sin orden de prelación, sin jerarquías. «No lo sé -digo- pero hace un rato lo sabía». ¿No tiene casa? Nunca tuve, ¿Y dónde va a dormir? No duermo. ¿Y si se cae? Me levanto. ¿Y si se vuelve a caer? Entonces no me levanto. ¿Y qué hace? Duermo.
Estoy leyendo, dice el carnicero intrigado, «El cuarto amarillo», de Gastón Leroux. En esa novela -prosigue- se investiga un crimen que parece imposible pues ha sido cometido en un cuarto cerrado, qué enigma. Ni siquiera un socorrido mayordomo que echarse a la boca para aliviar a los modestos aficionados a la subliteratura criminal, ¿qué opinan? Yo llamaría a los bomberos -dijo alguien de una ONG- pero sé que están ocupados en apagar polémicas. Pues yo, dijo una señora, recurriría a Ionesco o Beckett pero están haciendo pruebas para fichar a Gareth Bale por el Manchester United, gente esforzada, intelectual, cotizan. Pues yo, dijo la otra señora que queda, suplicaría a la «clase política», o sea, pediría un suplicatorio.
Se oyó un cavernoso ronquido. Mío. Pagué mi cuenta con tres ronquidos diptongados y salí (si es que había salida en esa carnicería buñuelesca).
¡Feliz Año Nuevo, señores y señoras!