Salam Adil (1924-1963) |
Eso es lo que algunos entienden por «fuerza» y no cabe duda de que lo es, sobre todo si, como sucedía entonces en Irak, el partido comunista carecía de rivales: era la principal fuerza organizada, en donde la palabra «organizada» es tan importante -al menos- como la «fuerza». ¿O hemos de entender como fuerza la aglomeración multitudinaria de gente en un concierto de música?
La verdadera fuerza es la organización, algo que no depende sólo de los militantes sino también de la lucha de clases, es decir, que independientemente de la represión que ejerza la burguesía, el proletariado tiene que asegurar la organización de sus fuerzas o, dicho con otras palabras: la vanguardia no puede quedar a merced de la burguesía.
Es lo que sucedió en Irak en 1963, cuando un golpe de Estado de la CIA y sus tentáculos «nacionalistas» locales (baasistas, panarabistas, nasseristas) derribaron al gobierno del General Kassem. No se puede decir que entonces se iniciara la persecución de los comunistas, que ya existía con anterioridad, sino que se intensificó brutalmente. Los «nacionalistas» lanzaron la famosa Proclama Número 13 llamando al exterminio de los comunistas. El Secretario General del Partido Comunista, Husain Ahmad al-Radi, conocido clandestinamente como Salam Adil, fue detenido y torturado hasta la muerte. Las cárceles se llenaron y miles de militantes fueron asesinados en tiroteos callejeros, emboscadas en las montañas o interrogatorios salvajes. En todo el mundo el Partido Comunista de Irak fue conocido como el partido de los mártires, una página legendaria no sólo del movimiento comunista internacional sino de los propios obreros y campesinos de Irak, en cuya memoria la resistencia comunista adquirió un carácter realmente mitológico, y aún pervive.
Pero la posguerra en España ya había demostrado que el exterminio de los comunistas es una tarea imposible. Se trataba de algo más sutil: de doblegarles, forzándoles a que renegaran de sus principios, de su programa y de su ideología, popularizándose entonces una expresión árabe, Al-Baráa, que puede traducirse como «La Renuncia». Si no era posible acabar con los comunistas, había que lograr que renegaran de sí mismos. Los golpistas sabían que después del XX Congreso del PCUS los tiempos eran favorables: si los soviéticos habían renegado, los irakíes no se iban a quedar atrás.
La lucha interna por mantener la identidad comunista en tan difíciles circunstancias de clandestinidad, exilio y cárcel dio lugar a una vasta labor cultural cuya mejor expresión quizá sea el poema de Mudhaffar al-Nawwab escrito en la cárcel en árabe dialectal, es decir, en un leguaje revolucionario que utilizaba expresiones populares. El poema Al-Baráa se hizo tan célebre en todo el mundo árabe, que el gobierno le añadió al escritor tres meses de cárcel adicionales. Se trata de una carta que la madre y la hermana de un comunista preso le escriben para animarle a mantenerse firme en defensa de sus principios y de su dignidad. Acaba de la siguiente manera:
Hijo mío, estréchame entre tus brazos
y cuenta los cabellos blancos que he adquirido al cuidar de tí hasta esta hora.
Pon tus manos en mis cabellos blancos
y jura por mi noble leche materna, gota a gota,
y por la poca vista que me queda,
Dime:
«No claudicaré, tú eres mi madre
y este es mi Partido,
el orgullo de mi padre, que ni él ni yo hemos dejado caer».
Dime:
«No destruiré un Partido
que he construido con mis propias manos».
El comunismo no está sólo en las obras escogidas de Lenin, sino en la cultura de la resistencia que ha expandido por los cinco continentes con canciones, con pinturas, con teatro, con novelas que forman parte de la historia de un movimiento obrero pletórico de héroes perseguidos, encarcelados, torturados y asesinados por eso que la madre hace jurar a su hijo en el poema: por no renunciar.
Pero demos ahora un salto de medio siglo en la historia de Irak: en julio de 2003, sólo tres meses después de la ocupación de Irak por el imperialismo, se produjo un vergonzoso acto histórico cuando el virrey de la Casa Blanca en Bagdad, Paul Bremer, incluyó a Hamid Majid Musa, secretario general del Partido Comunista entre los 25 cipayos del gobierno provisional. A otro dirigente, Mufid al-Jazairi, le nombró ministro de Cultura, cargo que siguió ocupando en el gobierno títere entre junio de 2004 y marzo de 2005.
En 1959 votaban a los candidatos comunistas hasta los estudiantes de las facultades de teología islámica; en las «elecciones» de enero de 2005 no obtuvieron ni el 1 por ciento de los votos.
El Partido Comunista de Irak no fue destruido ni por el imperialismo ni por sus agentes locales: se autodestruyó a sí mismo. Sucedió lo que el poema de Al-Nawwab trataba de impedir: los comunistas renegaron de sus principios, de su ideología y de su programa. Los llorones se justificarán echando balones fuera («la culpa fue de la represión, o del imperialismo, o de la guerra») pero en Irak, como en cualquier otra parte, los comunistas saben que su verdadera fuerza no es su número sino su ideología, su programa y su estrategia y que cualquier intento de liquidación empieza por ahí: por Al-Baráa.
Los comunistas irakíes destruyeron al partido de los mártires con sus propias manos y, como a los demás, les costará reconstruirlo, sobre todo si creen que su «fuerza» radica en su número, es decir, en llenarlo de afiliados indolentes, fatigados, acobardados y -sobre todo- renegados. «Un partido se fortalece depurándose», le escribía Lassalle a Marx en 1852, o sea, hace un siglo y medio que el movimiento obrero sabe estas cosas (o debería).