Sea lo que sea, una cosa está meridianamente clara: mantener la hostilidad contra Rusia bajo cualquier pretexto y a como dé lugar. Esto es, como en los tiempos de la guerra fría iniciada al día siguiente de derrotar al nazismo contra el comunismo. Ocurre que ni Putin es un furibundo y peligroso bolchevique ni Rusia es la extinta URSS (y no digamos la de Stalin) y, sin embargo, las democracias occidentales, el «mundo libre», cada vez encuentra más dificultades para embozar su verdadero rostro: el nazismo al que no le basta con la caída del muro de Berlín y su supuesta victoria ideológica, sino que su pretensión es acabar con cualquier vestigio de memoria soviética y, por supuesto, destruirla y conquistar sus «áreas de influencia», como se decía en los tiempos de la «cool war» en pleno «equilibrio del terror», que también se decía. Ya no se trata de una «lucha ideológica» entre el socialismo y la «democracia», como se pintaba entonces, sino pura y sencillamente de táctica militar donde hay agresores y agredidos, o sea, como siempre y por eso se creó el Derecho Internacional del que el imperialismo yanki casi siempre se carcajeó. No veremos a Putin enarbolar banderas rojas, pero sí sacar su vena nacionalista morigerada con una astucia propia de quien se formó en los sevicios de inteligencia soviéticos. Le obligan, lo quiera o no, a practicar una política exterior casi calcada de la soviética en tiempos.
Estamos, pues, como en una especie de «guerra fría bis», aunque me dicen que más bien «caliente».
Buenas tardes.