Es el título de un artículo publicado por la revista del máximo organismo científico francés, el CNRS: las restricciones sanitarias impuestas durante la pandemia no fueron otra cosa que un experimento de “obediencia masiva” (*).
El título es una declaración en sí misma, que deriva de una entrevista al historiador y sociólogo Nicolas Mariot, autor de un libro sobre el asunto publicado el año pasado: “El atestado”.
Muchas veces nos encontramos con crédulos que preguntan que si no había motivos médicos para imponer medidas, como el confinamiento, por qué lo hicieron, y la respuesta es múltiple. Una de ellas es la vigilancia masiva, algo que ya existía pero que jamás se había realizado con la dimensión que alcanzó durante la pandemia… salvo en los campos de concentración.
Como diría Foucault, se trataba de “vigilar y castigar”. Si en las cárceles hay delincuentes, en la pandemia aparecieron los negacionistas, a los que había que vigilar y castigar. Siempre hay alguien que no obedece las órdenes que le imponen. En la Edad Media eran los herejes, que exponían doctrinas opuestas a los dogmas del Vaticano. Ahora han aparecido personas que se oponen a vacunarse o a encerrarse en sus casas, blandiendo teorías extrañas e incluso conspiraciones.
Con el tiempo la herejía se convierte en dogma y las publicaciones científicas empiezan a hacerse eco de esas mismas teorías, que ya no son tan extrañas ni conspiranoicas.
Frente a los negacionistas, los gobiernos reaccionaron de manera muy diversa porque los virus y las enfermedades quizá sean los mismos, pero los hábitos coercitivos cambian de un país a otro. España impuso un largo confinamiento y Bielorrusia no impuso ninguno. Sin embargo, las conclusiones son paradójicas: murieron más personas en los lugares en los que el Estado confinó a la población que en los que no se produjo ningún tipo de confinamiento.
Las restricciones sanitarias -y especialmente el confinamiento- midieron la fuerza de los aparatos del Estado. No todos los Estados tienen la misma capacidad represiva para imponer sus normas. Hubo países del Tercer Mundo que impusieron las mismas restricciones sanitarias que los europeos, pero fue un brindis al sol. Ni siquiera intentaron imponerlas por la fuerza porque no tenían recursos para lograrlo.
Uno de los factores que más influye en los aparatos represivos del Estado es la resistencia de la población que, a su vez, dice Mariot, depende de la credibilidad de un determinado Estado, e incluso de un determinado gobierno, que se transmite a su burocracia sanitaria, a sus médicos y a sus instituciones de salud pública. En la medida en que la población cree que ese tipo de restricciones sanitarias, como las mascarillas, tienen algún carácter técnico o científico, son mucho más fáciles de digerir.
En Francia la pandemia llegó detrás de las luchas de los chalecos amarillos y contra los recortes de pensiones, con la credibilidad del gobierno por los suelos, de manera que las restricciones se impusieron con un grado importante de ejercicio de la fuerza y el castigo. Lo explicó el propio Macron en el primer mensaje que lanzó tras declarar oficialmente la pandemia: “Estamos en guerra”. Lo repitió cuatro veces para que quedara bien claro.
Naturalmente, no se refería a Ucrania porque esa guerra comenzó dos años después. Lo que Macron quería decir es que su gobierno se aprestaba a imponer “medidas de guerra”, con la diferencia de que entonces el enemigo no era Rusia sino su propia población.
(*) https://lejournal.cnrs.fr/articles/covid-19-bilan-dune-surveillance-massive