Porque en cuanto sales del zaguán o del dintel de la puerta, o ya estás en la calle, o en el pasto, la amenaza en forma de cualquier contratiempo, te acecha. No puede andar uno tranquilo por la vereda (la acera) sin correr algún peligro como que se le caiga una maceta del quinto piso, vaya por dios, o una cornisa del Palacio de Justicia, qué contrariedad, o que se le venga encima un suicida desde el séptimo, qué fatalidad, o un ángel caído, lo que me faltaba. Pero, convendrán conmigo, es improbable, seamos honestos.
No lo es tanto que crucemos con entes humanos, o que se parezcan, a juzgar por los bozales que llevan en la cara, que nos contagien un virus agresor al menor descuido. Hay que guardar la distancia social, pero ¿cómo hacerlo en el bus o metro camino del trabajo o de vuelta? Seguro que estoy contaminado, pero ¿cómo es posible si soy un asintomático? Es posible. De hecho, hay «expertos» que aseguran que de aquí a dos años no todos calvos, pero sí contagiados. Sus títulos los avalan.
También es verdad que ya resulta imposible ocultar los muertos tras recibir la pauta completa de las vacunas con distinta matrícula con lo que, si bien la mayoría de la gente se vacuna y se muestra obsecuente, cabe pensar que muchos de ellos se vacunan no pensando tanto en los beneficios sanitarios en los que en el fondo no creen como en la posibilidad de, vale decir, recomprar la libertad que le devuelva la normalidad anterior o, al menos, que se le parezca. Y ello a cambio de pagar el billete de la vacuna, pues, sin ella, somos prisioneros, no somos libres.
¿Cómo llamar entonces al pasaporte sanitario si no cómo una forma de comprar la libertad de poder viajar en avión o tren o entrar en un teatro o un restaurante a cambio de inyectarse una vacuna experimental creada casi de la nada en tiempo récord (salvo que ya estuviera creada con antelación)? ¿Cabe mayor coacción? Y ello sin hacer mención de la partición de la sociedad entre vacunados con pasaporte y no vacunados apestosos o la presión irracional ejercida sobre éstos para que se vacunen. Si te vacunas te salvas; si no, te condenas.
Incluso los «asintomáticos» pasarán a ser el mayor peligro de la humanidad por egoístas e irresponsables, cuando está demostrado que, aún vacunado, no estás exento de contagiar y ser contagiado, pero mejor buscar chivos expiatorios. El chantaje consiste en tener que vacunarse para poder hacerse la ilusión de recobrar (comprar) una libertad perdida que ha sido eliminada por los mismos causantes del liberticidio. Es como en la antigua Roma donde los esclavos podían liberarse si pagaban una determinada cantidad de sestercios a su amo. Y eso en caso de que el amo quisiera vender. El esclavo, «liberto» (así se llamaban), era libre pagando de su propio peculio al amo. Con las vacunas algo parecido. Te sometes al mismo que ha anulado tu libertad y, encima, con tu consentimiento previo lavado de cerebro mediático.
Yendo a otro plano se observa que el tratamiento informativo de la pandemia apenas cambia nada del reseteamiento dado a, por ejemplo, el volcán que ha entrado en erupción hace tres semanas en la isla canaria La Palma. Surgen vulcanólogos (o volcanólogos, que ambas valen) como setas «fichados» por las cadenas televisivas (como pasa con la pandemia, ahora en segundo plano, pero no olvidada) que hablan y no paran hasta llegar a niveles de saturación extenuante donde cada vez se les entiende menos espantando a la audiencia ya aburrida.
Aterrizan primeras espadas de dichos canales (un par de días, no más) en «donde está la noticia», y también personajes de medio pelaje buscando la desgracia, oliendo sangre e inspirando la lágrima, cuando no «fuerzan» la situación preguntando por víctimas de la desgracia «que necesito» para el programa, como le pillaron a una descerebrada de un programa rosa (Lydia Lozano) desenmascarando las verdaderas intenciones de los media: rellenar horas y horas de programación y espectacularizar las imágenes en aras del share.
Tampoco faltan uniformados «dirigiendo» (recuerde el lector la aparición de militares al principio de la pandemia) la cosa, paisanos desesperados y mucha lágrima. Un tratamiento, como decimos, de shock, de inseguridad, de enemigo invisible, inquietante, de gafas y mascarillas, de calibrar a diario la pureza del aire (como si no lo supieran los lugareños) y así día a día hasta que aparezca una invasión extraterrestre que requiera ser atendida para tenernos bien informados y si hay que ponerse mascarilla o no o hay que lavarse las manos de lo marranos que son. Como las películas de serie B gringas en plena guerra fría con terroríficos platillos volantes seguramente conducidos por el «peligro rojo» comunista.
Stay screen.
El lavado de cerebro y el control del pensamiento han sido (y siguen siendo) descomunales. Los manuales de psicología diferencian entre la mera modificación de conducta y el lavado de cerebro. Éste último se lleva a cabo mediante un procedimiento denominado DDT, debilitamiento dependencia y terror. Debilitar la mente y el cuerpo de las personas (angustia, insomnio, enfermedad…), hacerlas dependientes de otras personas («expertos», gobiernos, funcionarios…) y sobre todo ejercer el terror sobre ellas (separación de seres queridos, aislamiento social, violencia mediática basada en el pánico a relacionarse con los demás, histeria colectiva…). El fin último es conseguir un cambio de actitudes y conductas favorables a la sumisión, la obediencia, el temor, la falta total de cuestionamiento y la extirpación del sentido crítico.