En 1982, durante la invasión de Líbano, Biden, que entonces era senador, se reunió en Washington con el Primer Ministro israelí, Menachem Begin, para mostrar su apoyo al baño de sangre.
Según los informes propios, el ejército israelí mató entonces a a casi 500 civiles y dejó a otros 20.000 sin hogar. Las fuentes palestinas cifran la masacre en 10.000 civiles muertos y otros 60.000 sin hogar.
Los recuerdos de Begin sobre la reunión fueron publicados entonces en el periódico israelí Yedioth Aharonot. Biden le puso un ejemplo al asesino sionista: Estados Unidos estaría legitimado para bombardear las ciudades de Canadá en represalia por un ataque de militar canadiense. “No nos importa si todos los civiles mueren”, le dijo Biden.
Begin se sintió ofendido por el desafío de Biden. “No soy un judío al que le tiemblan las rodillas”, ni siquiera en pleno baño de sangre. Los judíos tenían derecho a establecerse en una región que llamó “Judea y Samaria”.
Con las matanzas sionistas ocurrió lo de siempre: no hay que matar tanto y, sobre todo, que las imágenes no se vean en la televisión. El tiempo acaba por olvidarlo todo, sobre todo si los medios de comunicación siguen tan sometidos como siempre. En Australia el Sydney Morning Herald concluyó que Washington había absuelto a Begin de sus pecados porque la “crisis libanesa” había sido aprobada de antemano por Reagan.
El senador Biden no criticó la operación en el Líbano, ni las matanzas, pero “dijo que Israel debería poner fin a su política de establecer nuevos asentamientos judíos en Cisjordania”. Las muertes en Líbano era irrelevantes para Biden.
Las opiniones de un terrorista profesional como Begin son mucho más interesantes que las de un senador de Delaware, que no le importaban a nadie. Durante toda su vida, Biden no fue más un charlatán. Begin era un pistolero que desde joven desenfundó su arma cada vez que tuvo ocasión.