
Fue con Hobbes (un ateo que destrozó el origen divino de la Ley, un acto revolucionario entonces, siglo XVII) que la propiedad (privada) comienza a considerarse un fin en sí mismo. Con su doctrina se acabó el uso y disfrute común de los bienes de la Naturaleza. Ese derecho común es como si no se disfrutara de derecho alguno. Todos querrían algún pedazo porque, según él, el hombre es lobo para el hombre (el célebre «homo homini lupus», que tampoco fue propiamente de él) y de ahí la necesidad imperiosa de un Leviatán (un Estado, un Rey Absoluto) que pusiera orden general y freno a las ambiciones particulares (todavía no había llegado John Locke, verdadero inspirador del liberalismo político). Y de ahí, también, que sólo el Estado pudiera crear la verdadera propiedad, pues que el hombre, en su naturaleza, no distingue lo ajeno de lo propio y se cree que todo el monte es orégano y este mundo Jauja. Según Hobbes, «sucede con las leyes del Estado lo mismo que con las normas del juego: que lo que todos los jugadores acuerdan entre ellos, no es injusticia para ninguno». Las leyes de la burguesía como leyes universales, las leyes de una clase como leyes finales, que dijera Marx.
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