Posiblemente tampoco pueda haberlas. La oficina de Sadr ha hablado de la “apertura de relaciones irako-saudíes”, pero algo no cuadra: Sadr no es el presidente del gobierno de ningún país, sino una de las corrientes políticas de Irak.
Irak va camino de las primeras elecciones post-yihadistas y, además de apuntarse a la victoria, todos se consideran a sí mismos los máximos artífices de la misma.
Por su parte, los sátrapas saudíes se empiezan a lavar su podrido rostro criminal. No pueden quedar al margen del reparto del pastel Irak, como si formaran parte de los derrotados.
No sólo no están en ese bando sino que tampoco son tan intolerantes como dicen por ahí: se reúnen con chiítas. Por lo demás, Irán tampoco tiene las manos libres en Irak, ni siquiera con los chiítas de Sadr. Los chiítas no son tan poderosos en el Irak posterior al yihadismo; están divididos; no todos los chiítas son Hashid Al-Chaabi, tentáculos de Irán…
Arabia saudí ha sido derrotada y maniobra porque lo tiene muy difícil. Con todos sus dólares, los príncipes saudíes están a punto de ser ignominiosamente derrotados, tanto en Qatar, como en Yemen, como en Siria, como en Irak.
Por eso, antes de recibir a Sadr, ha conversado con Qasim Al-Araji, el ministro irakí de Interior y ha felicitado al gobierno irakí por la liberación de Mosul.
Los que parlotean en los medios de un choque de confesiones religiosas, también están frente a un rompecabezas complicado de explicar: un chiíta como Sadr es tan nacionalista que no acepta ni siquiera la presencia de sus vecinos iraníes en Irak.
Sin embargo, al mismo tiempo, Sadr no puede dejar de tener en cuenta el papel que Irán se ha ganado -a pulso- entre los países árabes y se ha situado en medio: él es el mediador perfecto entre unos (saudíes) y otros (iraníes) y no aboga por la guerra sino por el diálogo de ambas partes.
La postura saudí no es muy diferente: no va a estallar ninguna guerra con Irán; sólo cabe esperar que cedan un poco más para encontrar un punto de acuerdo con el gobierno de Teherán.