Juan Manuel Olarieta
Los votos son como los goles en el fútbol. Cuando en referencia a la política burguesa hoy alguien habla de éxito, se refiere siempre al éxito electoral. En el fútbol a algunos nos gusta el «jogo bonito» mientras que en la política burguesa todos son resultadistas: más votos es un éxito y menos votos es un fracaso. Todo se reduce a cosechar más votos que en las elecciones de hace cuatro años.
Para lograr el éxito hay expertos en marketing que tan pronto te venden un político como un postre para reducir el colesterol. Son periodistas, creadores de imagen, publicistas, relaciones públicas, merchandising, diseño… La política burguesa funciona de esa manera porque, en realidad, no conocemos a ningún político: sólo los vemos por la tele. Entre ellos y nosotros hay una tele por medio. No vemos al político, lo que vemos es la tele. Cuando votamos a un político, lo que votamos es a la tele.
Más minutos de tele se traducen en más votos. Lo de menos es lo que el político diga. Es más: lo mejor es que hable pero no diga nada. Cada vez que un político dice algo, pierde votos. Por ejemplo, los ministros del Interior (Ibáñez Freire, Rosón, Barrionuevo, Corcuera) siempre fueron torpes, es decir, a veces se les escapaba lo que pensaban, lo cual les conducía a meter la pata, como el inepto Martín Villa con aquello de «Nosotros cometemos errores, mientras que ETA comete crímenes».
Con Belloch, actual alcalde de Zaragoza, las cosas cambiaron radicalmente. Fue el primero que supo hablar sin decir nada y cuando los periodistas le pedían explicaciones sobre algo decía que era «razonable». No decía la razón, sólo que era razonable. A ver si te enteras: no hace falta explicar las cosas porque las cosas se explican por sí mismas. Si tú no ves la explicación de las cosas es porque no eres muy inteligente. Es tu problema.
Jamás votaremos a un político que no salga por la tele del mismo modo que jamás compraremos una sujeción para nuestra dentadura postiza en el puesto ambulante que tiene ese negro senagalés en la esquina. Lo que haremos es ir a la farmacia y comprar Corega porque lo anuncian por la tele. Desconfiamos de todo aquello que no se anuncia por la tele. Desconfiamos de la gitana que vende pilas en el mercadillo, pero jamás de Mercadona, Carrefour, Caprabo o Dya.
En la lógica formal el principio de identidad dice que A=A. Siempre somos nosotros mismos; tenemos nuestros defectos y nuestras virtudes. Pero los políticos no son como los demás, no son ellos mismos sino lo que los expertos les dicen que tienen que ser: perfectos, impecables, sonrientes, cercanos, guapos, amables… Las 24 horas del día, 365 días al año. Nunca verás a un político metiéndose el dedo en la nariz porque no son seres humanos como los demás sino «comunicadores», como los presentadores de las noticias, de los concursos o de las retransmisiones deportivas.
Nadie aceptaría en su vida lo que un político acepta. Se deja hacer: dice lo que le dicen que diga, le escriben los discursos, tiene las respuestas preparadas, viste como le dicen, va a donde le dicen que vaya, les peina un estilista… Si lo pensamos un poco nos damos cuenta de que no votamos al político, a la marioneta, sino al que mueve los hilos… o quizá sea mucho más simple aún: no sabemos a quién estamos votando (por supuesto que tampoco sabemos qué estamos votando).
Hace poco El País desvelaba a la experta que asesora a Pedro Sánchez en asuntos de imagen. Pedro Sánchez empezó su nueva carrera como secretario general del PSOE con la siguiente consigna: «Desterremos palabras como crisis, violencia de género o independentismo». Si Sánchez ha dicho eso es por tres motivos. Primero, porque su asesora le ha dicho que lo diga. Segundo, porque la asesora sabe que esas palabras dan votos mientras que otras los restan. Tercero, porque al cambiar las palabras está cambiando el mundo real.
Cuando ni quieres ni puedes cambiar nada, lo mejor es que cambies las palabras. Por ejemplo, los capitalistas cambian de coche cada año. Pero si no tienes un euro, lo que puedes hacer es tunearlo y te parecerá otro, no sólo a tí sino -sobre todo- a tus vecinos y tus amigos. Eso te reportará unas cuantas semanas de ilusión y alegría cuanto te pregunten: ¿has cambiado de coche?
Otro ejemplo: antiguamente había vacaciones, mientras que hoy la gente -los que pueden- se van de vacaciones, lo cual es bastante distinto. Si en verano uno se queda en casa es que no ha tenido vacaciones, que no son para descansar sino para cambiar el paisaje, los hábitos, los horarios o los vecinos. Las vacaciones no son para no hacer nada sino para hacer otras cosas diferentes de las habituales. De hecho la gente en vacaciones se fatiga mucho más que de costumbre. Las vacaciones son para que nos cansemos haciendo otras cosas, aquellas que no hacemos cotidianamente pero que nos gusta hacer, es decir, que disfrutamos haciendo cosas distintas.
La política burguesa nos gusta porque es exactamente así, como las vacaciones, un entretenimiento. Nos hace pasar el rato, e incluso a veces nos divierte porque cada vez aparecen más palabras nuevas cuanto más se parece a sí misma. A veces incluso cambian hasta los políticos, es decir, unos políticos sustituyen a otros iguales entre sí y parece que los partidos han dado un vuelco. El PSOE de Pedro Sánchez no tiene nada que ver con el de Rubalcaba. La edición de este año de Gran Hermano tampoco tiene nada que ver con la del año pasado: los concursantes han cambiado, son diferentes.
Si un aficionado a las hemerotecas lee un periódico de hace unos años comprobará que las cosas no sólo han cambiado mucho, sino que han cambiado muy rápidamente. España ya no es lo que era. Por ejemplo, hasta 1987 la prensa se refería a ETA de muchas maneras diferentes, había diversidad de insultos, eufemismos y denominaciones. A partir de entonces se acabó el pluralismo. Un equipo de expertos en comunicación que trabajaba para el Ministerio del Interior impuso un único término que todos los periódicos y cadenas de radio aceptaron sin rechistar: ETA era una banda terrorista.
Las cosas volvieron a cambiar en 2001 y los terroristas ahora ya no son tales, sino yihadistas. El diario ABC justificaba la detención de un magrebí diciendo que en el registro la policía le había encontrado 300 vídeos sobre la yihad y entre paréntesis añadía como sinónimo de yihad: Guerra Santa, con mayúsculas. ¿Os dáis cuenta del peligro que tienen esos vídeos? Es para echarse a temblar. El diario ABC es como los políticos: carece de personalidad propia, es un mero portavoz de la policía. Tampoco traduce del árabe, ni le interesa, porque yihad no significa Guerra Santa.
Con la yihad ocurre como con Catalunya: entre los muchos peligros que nos acechan, España también está amenazada por un «desafío soberanista». No es España la que desafía a Catalunya, sino al revés. Pero, ¿qué más quieren los catalanes?
La manipulación del significado de determinadas palabras y la introducción de otras nuevas tiene una explicación cuyo origen está en los militares más que en la Academia de la Lengua: es la guerra sicológica, que es una parte de la guerra. Decir hoy en un periódico burgués que rebanar el pescuezo de un secuestrado ante las cámaras es yihadismo y no el viejo terrorismo de toda la vida, es una manipulación que va acompañada de todo un nuevo diccionario que poco a poco los medios están imponiendo (células durmientes, lobos solitarios) con titulares como el siguiente: «Fiestas, ropa cara y chicas: el yihadismo ‘cool’ de la ‘generación Gran Hermano'» (El Confidencial, 29 de setiembre).
En muy pocos años se ha creado un nuevo diccionario político con palabras tales como sostenibilidad, globalización, altermundialista, multitud, activista, casta, transversalidad, decrecimiento, género, antipatriarcado, choque de civilizaciones, daños colaterales, contrainformación…
En la lucha de clases, o sea, en la política de verdad, que es la guerra por otros medios, unas palabras no se añaden a otras sino que las sustituyen. Por ejemplo, «referente» sustituye a «vanguardia» y nadie se pregunta por las razones: eso es lo «razonable». Lo otro ha quedado obsoleto como el Seat 600 o los yogures de Mercadona.
Si no hubiera obsolescencia política, nos aburriríamos solemnemente. Hasta 1985 -hace tres décadas- estuvimos luchando contra la Otan y las bases militares. Lo denunciábamos en las radios libres, publicábamos fanzines y hacíamos interminables marchas los domingos por la mañana a Rota y Torrejón, agotadoras reuniones entre semana… Pero nos cansamos de aquello y no volvimos a hablar del asunto porque se había quedado anticuado. Pasemos a otro asunto, y luego a otro, y luego a un tercero… Si logramos inventar un nuevo problema, un nuevo riesgo, un desafío diferente, lograremos olvidar el viejo. Por ejemplo, no recordaremos que pertenecemos a la Otan, un bloque militar imperialista, criminal, bla, bla, bla…
Los seres humanos, animales políticos, decía Aristóteles, tenemos la fortuna de podernos crear nuestros propios problemas, lo cual es una enorme ventaja sobre los animales apolíticos: si logramos crearnos un problema falso, como los videojuegos, nos olvidaremos del problema verdadero.
Los nuevos lenguajes nos regalan un país a la medida de nuestra necesidad de entretenernos y, los más exaltados tienen, además, la posibilidad de lamentarse de él, quejarse y patalear. Pero nunca más allá de unos 30 años, que es la fecha de caducidad política. Por eso tiene razón Pedro Sánchez: si no utilizamos la palabra crisis, la crisis desaparece. Utilicemos otra palabra para hablar de ella. O mejor aún: hablemos de otra cosa.
Excelente análisis, camarada!, lástima que no lo transmitan 10 horas al día por 8 de los 15 principales canales, aunque "vendería mucho".
Una pequeña puntualización: cuando Aristóteles hablaba de animales políticos, que los hombres son animales políticos, se refería a la poleis, es decir, hombres eran los que vivian en las ciudades, en las poleis, y las tribus de los dorios, de los macedonios, que eran nómadas, eran organizaciones poco desarrolladas, no eran "hombres", humanos, para los griegos. El polietai griego es el hombre, y los no-hombres son los que crían caballos y viven en la Macedonia.
Saludos.
j.k.