Los trabajadores sudafricanos inundan las calles con protestas y huelgas

De 1994 a 1999, durante los cinco años que Nelson Mandela estuvo al frente del gobierno sudafricano, era portada de los medios de comunicación del mundo entero. Había pasado de la cárcel al Palacio Presidencial. Sudáfrica salía del oprobioso apartheid y los negros no sólo recuperaban sus derechos sino que parecían asumir un protagonismo impensable hasta entonces.

“Madiba” era el prototipo del mayordomo dócil. Parecía tener todo aquello que el capitalismo necesitaba en África y no le escatimaron elogios ni condecoraciones, coronadas en 1993 por el Premio Nóbel de la Paz. Los mayordomos estaban en el poder pero nunca dejaron de ser mayordomos, y nadie preguntó por los amos, que pasaron al segundo plano.

De un “hombre bueno” como Mandela sólo cabía esperar que hiciera cosas “buenas”, empezando por lavar la cara a los criminales racistas sudafricanos. Nada de revanchismos. Con Mandela el pasado quedó atrás y el 83 por ciento de las tierras cultivables siguieron en manos de una minoría de blancos. Lo mismo ocurrió con las minas.

Si el pasado no se tocaba, la propiedad privada tampoco. Una transición a la española, tan modélica como ella, mientras los suburbios urbanos seguían malviviendo en la miseria, sin trabajo, sin agua potable y sin ningún futuro. No se repartieron las cartas de nuevo: “Los ricos se quedaron son su riqueza y los pobres con su pobreza”, dice un periódico africano.

La minoría blanca sigue levantando grandes fortalezas en sus mansiones y su policía sigue siendo una organización de matones a sueldo. En 2012 una manifestación de mineros que exigía una mejora en las condiciones de vida y trabajo se saldó con 34 muertos por disparos de la policía.

Desorganizados e incapaces de atacar a los blancos, bandadas de negros hambrientos atacan a los turistas extranjeros con machetes para robarles y la prensa lanza las típicas cortinas de humo. Para unos se trata de xenofobia, para otros de un racismo a la inversa, para otros de un aumento de la delincuencia común que antes —cuando gobernaban los blancos— no existía, hay una aumento de la inseguridad, hay que poner más policía en la calle…

En muy poco tiempo el legendario ANC (Congreso Nacional Sudafricano) se ha desacreditado a sí mismo. El Partido Comunista ha salido de sus filas y la COSATU, la Confederación sindical, ya no le apoya. Ni siquiera el famoso obispo Desmond Tutu dice una palabra en su favor. Los trabajadores se han declarado en huelga y salen a la calle exigiendo la dimisión del Presidente del Gobierno, como si en Sudáfrica no existiera la experiencia de que la sustitución de uno por otro no cambia absolutamente nada, ni siquiera aunque pase del blanco al negro.

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