Los pactos de la Moncloa eran, pues, tanto un pacto social como un refuerzo represivo que conducía directamente a la Constitución. El fraudulento “proceso constituyente” se iba a desenvolver en medio de una absoluta falta de derechos y libertades, en medio de un estado de excepción que ponía a la policía y al ejército a patrullar las calles. Las medidas económicas y sociales hacían a los reformistas “de izquierda” cómplices de la brutal agresión contra los salarios y de la aprobación de una nueva ley antiterrorista.
En la negociación se puso, una vez más, de manifiesto el fraude, el engaño y la estafa de la que hicieron gala, en este caso, la segunda fuerza política surgida de las elecciones del 15 de junio, el PSOE, mientras el PCE siempre se mostró dispuesto a firmar cualquier cosa, incluso a participar en el gobierno, ya que su consigna defendía la formación de un gobierno de “concentración nacional” para salvar al Estado fascista de su hundimiento: “El pacto de la Moncloa […] es un compromiso muy actual, diría que la plasmación de la política de reconciliación nacional”, escribió Santiago Carrillo, máximo dirigente entonces del PCE (1).
Aunque en parte los Pactos de la Moncloa eran un pacto social, no intervinieron los sindicatos porque entonces, recién legalizados, desbordados por el movimiento obrero espontáneo, carecían de capacidad y no se habían medido en ningunas elecciones y, por lo tanto, el gobierno no sabía con cuáles debía negociar. Por tanto, optó por firmar con los partidos políticos. Pero en las Cortes, tanto Nicolás Redondo, de la UGT, como Marcelino Camacho, de Comisiones Obreras, votaron a favor de los Pactos.
Dos meses antes de firmar los pactos, Nicolás Redondo, secretario general de UGT y el jefecillo de más peso en el PSOE de entonces, escribió lo siguiente: “La UGT se opone al pacto social. Es más, nuestra central nunca firmará pactos con gobiernos que no representen a los trabajadores” (2). Por su parte la postura de Felipe González era la misma. El 5 de setiembre se entrevistó con Suárez en la Moncloa y se lo dijo expresamente, añadiendo que la oposición no iba a sacar las castañas del fuego al gobierno. Ante la postura ultraderechista del PCE, los socialfascistas del PSOE empezaban a jugar a la demagogia y el engaño que les caracterizaría en adelante.
El 9 de octubre estaba convocada una reunión de 30 negociadores de todos los partidos en la Moncloa, pero el día anterior ETA ejecutó al presidente de la Diputación de Vizcaya, Unceta, y a dos guardias civiles de su escolta, por lo que la reunión al más alto nivel cambió de tono: “Alguno de los asistentes manifestó al Presidente la conveniencia de acabar las negociaciones iniciadas y firmar ya lo que hubiera que firmar” (3). No hubo discusiones de ningún tipo; todos estaban de acuerdo y todos estaban cagados en los pantalones. La oposición domesticada le firmaba un cheque en blanco al gobierno.
Con el beneplácito de los oportunistas y sus camarillas sindicales, la clase obrera iba a sufragar todos los numerosos y costosos desajustes del capitalismo español. En lo sucesivo, no hubo problema económico que no pagaran los trabajadores de su bolsillo.
Los índices de paro se triplicaron, y el paquete de medidas destruyó 1.800.000 puestos de trabajo en los seis años siguientes.
Los pactos de la Moncloa legalizaron el fraude fiscal. Establecían una moratoria fiscal para las empresas que encubría una verdadera amnistía, una condonación de la deuda de los capitalistas con el Estado. Por si fuera poco, también permitió una “regularización de balances” que es otra forma de que el Estado perdone las deudas a los burgueses: se infla artificialmente el pasivo de la contabilidad y por arte magia parece que los beneficios son menores. Comenzaron a aparecer entonces los primeros trucos de ingeniería financiera que después se han hecho famosos.
Quedó momentáneamente fuera de los pactos la reconversión industrial sectorial, que llegaría algunos años más tarde, poniendo de manifiesto que el saneamiento acometido era general. De ahí que se abordara la reestructuración de todo el sistema financiero, provocando la crisis bancaria más importante de toda la historia del capitalismo mundial desde 1929. Si al principio de la década de los setenta los tipos de interés estaban en torno al cuatro por ciento, en 1979 estaban en el 12’5 por ciento. El multimillonario coste de la bancarrota (un billón y medio de pesetas) recayó también sobre los maltrechos hombros de los trabajadores. Pero los grandes grupos financieros se aprovecharon de la formidable concentración de capitales: 51 bancos, casi la mitad del total, tuvieron que cerrar.
El programa de reformas, el otro pie de los pactos, contemplaba el fortalecimiento del Estado fascista para hacer frente al movimiento de masas, especialmente la reforma del Código Penal, la promulgación de una Ley de Orden Público, la militarización de los trabajadores en huelga, el refuerzo de la policía y de toda la burocracia del Estado. Textualmente el apartado VIII de los Pactos decía:
“El orden público tendrá una proyección concreta y actual en cuanto protección del avance en la consolidación de la democracia y defensa frente a las agresiones de todo orden y especialmente las terroristas. La tipificación del terrorismo figurará en el Código Penal común, con eliminación de lo que al respecto figure en leyes especiales y se operará con los criterios generalmente aceptados en los Convenios internacionales y en los países de Occidente.
3. Se fortalecerá la protección penal de que deben ser objeto las Fuerzas de Orden Público”.
Por lo tanto, la “democracia” exigía camuflar la represión política como delincuencia común, integrando las leyes especiales dentro del Código Penal y, además, otorgar “carta blanca” a la policía para que dispusiera de libertad de acción sin cortapisas, con plena impunidad frente a la tortura y la guerra sucia.
Más adelante, los Pactos determinaban en su punto séptimo: “Se fortalecerán los medios de prevención y defensa frente al terrorismo. A este respecto, en particular, se creará una unidad de policía judicial, dependiente de los órganos judiciales competentes, para la investigación de delitos terroristas, y que bajo las órdenes directas de la autoridad judicial y al amparo de las autoridades otorgadas por la misma pueda desempeñar con eficacia y prontitud la función investigadora requerida”.
Los pactos de la Moncloa favorecieron el despido libre e introdujeron las primeras normas de empleo precario. Una gran conquista obrera, como la estabilidad laboral, desaparecía; nació la flexibilidad laboral, el trabajo precario, y muchos obreros fueron obligados a convertirse en autónomos, perdiendo todos sus derechos. Desde finales de 1977 hasta el Estatuto de los Trabajadores en 1980 se promulgaron nada menos que 22 reglamentos que introducían formas temporales de contratación laboral.
Se desató así una caza sin precedentes del sindicalista, del obrero revolucionario, alcanzando cifras descomunales, especialmente con los elementos más conscientes y combativos. En los once años que siguieron a 1978 fueron despedidos de su trabajo más de 3.100.000 trabajadores, casi la cuarta parte de la población obrera. Las empresas se desembarazaron de los dirigentes sindicales y sobre todos los obreros planeó la amenaza permanente de la pérdida del puesto de trabajo. Como consecuencia de ello, la lucha obrera fue decreciendo progresivamente.
Eso no significa que no se desatasen importantísimas y heroicas movilizaciones que demostraron el coraje del proletariado español para enfrentarse a la burguesía con sus propias fuerzas. Incluso en la década de los ochenta España siguió presentando las tasas de conflictividad laboral más altas de Europa y, con excepción de 1982 y 1986, el número de trabajadores en huelga nunca descendió del millón.
El centro de la lucha obrera ya no fueron los salarios, la carestía y la inflación, como en los veinte años anteriores, sino algo mucho más dramático: los despidos y el paro. Regiones enteras fueron devastadas por los cierres de empresas, con todas las lacras sociales subsiguientes de marginalidad y deterioro social. También este frente de lucha desbordaba el marco de las reivindicaciones sindicales y ponía a la orden del día la batalla directa contra el capitalismo y su Estado, una batalla política.
Los obreros adoptaron métodos de guerrilla urbana y se enfrentaron a la policía con armas rudimentarias. Por ejemplo, el director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, declaró el 20 de abril de 1987 a Radio Nacional que la lucha de los obreros de Reinosa era de “guerrilla urbana que requiere evidentemente, el empleo de medios contundentes por parte de cualquier fuerza de seguridad”.
Los Pactos de la Moncloa condicionaron el futuro de las luchas obreras. A partir de 1977 fueron los sindicatos amarillos los que negociaron con el gobierno (y con los representantes de la patronal). Así arrebataron de las manos de los obreros un importante arma de lucha económica; ciertamente crearon otro, ya que a partir de entonces los obreros se vieron obligados a luchar contra toda la clase capitalista y contra su Estado, pero esta lucha era mucho más difícil, no se podía desplegar de forma espontánea, requería la presencia de su vanguardia política.
(1) Nuestra Bandera, núm. 90, 1977, pg.30.
(2) Nicolás Redondo: No al pacto social, en Cambio 16, 21 de agosto de 1977.
(3) Federico Ysart: ¿Quién hizo el cambio?, Argos Vergara, Barcelona, 1984, pg. 166.