En la década de los años veinte del pasado siglo, el Presidente Calvin Coolidge dijo: “El negocio de Estados Unidos consiste en hacer negocios”. En la actualidad, puede decirse que la industria de armas y la guerra permanente se han convertido en una gran parte del negocio estadounidense, conformándose como una especie de filial de un complejo industrial militar bien arraigado. Anteriores hombres estadounidenses con visión de alcance hicieron advertencias contra esta deriva, hombres como el Presidente George Washington y el Presidente Dwight Eisenhower, al ser intrínsicamente contrapuesta a la democracia y la libertad. Sin embargo, en la actual administración Bush-Cheney sus principales miembros fueron parte de ellas y, precisamente, estuvieron muy ocupados promocionándolas.
Las guerras, especialmente las guerras electrónicas modernas, provocan unas masacres terribles, pero son también sinónimo de grandes contratos que suponen costes altísimos, grandes beneficios y grandes posibilidades de empleo para todos aquellos que conforman el necesario engranaje militar. Las guerras son el paraíso de los carroñeros.
Las guerras son también una vía para que políticos mediocres monopolicen las noticias y los medios de comunicación en su favor de forma partisana avivando el fervor patriótico y presionando por un nacionalismo de vía estrecha. Efectivamente, inflamar el patriotismo y el nacionalismo es un viejo truco demagógico que se utilizó siempre para dominar las naciones. Cuando eso sucede, hay un claro riesgo de que la democracia y la libertad se lleguen a erosionar, e incluso que desaparezcan si esos desarrollos conducen a una concentración exacerbada de poder y de corrupción política.
Los ataques terroristas del 11-S de 2001 supusieron una bonanza para el complejo industrial militar estadounidense. Fue un acontecimiento, un “Nuevo Pearl Harbor”, por el que algunos habían estado abiertamente esperando. ¿La razón? Esos ataques dieron el pretexto perfecto para desarrollar gastos militares, que se habían estado en gran medida anhelando tras la desaparición del antiguo Imperio Soviético. Y, además, proporcionaron el fundamento para aumentarlos de modo espectacular, sustituyendo la “guerra contra el comunismo” y la “Guerra Fría contra la URSS” por una “guerra antiterrorista” y una “guerra contra los islamistas”. En esta nueva perspectiva, las puertas del gasto militar podían abrirse y éste fluir de nuevo. El desarrollo del cada vez más sofisticado armamento podría continuar y miles de monopolios y cientos de distritos políticos podrían seguir llevándose los beneficios. Los costes serían asumidos por los contribuyentes, por los hombres y mujeres jóvenes que morirían en combate y por las remotas poblaciones que yacerían bajo la lluvia de bombas que caerían sobre ellos y sus hogares.
Efectivamente, en septiembre de 2000, cuando el Pentágono emitió su famoso documento estratégico titulado “Reconstruir la Defensa de Estados Unidos”, se expresaba la creencia en que el tipo de transformación militar que los planificadores estaban considerando requeriría de algún “suceso catastrófico y catalizador”, como un Nuevo Pearl Harbor, para que fuera posible venderle el plan al pueblo estadounidense. Fueron o intuitivos o afortunados porque, un año más tarde, ya tenían el “Nuevo Pearl Harbor” que estaban esperando.
El complejo industrial militar necesita guerras, muchas y sucesivas guerras, para prosperar. El equipamiento militar viejo tiene que ser reparado y reemplazado cada determinado tiempo si hay una guerra en marcha. Pero para justificar el enorme coste que supone tener que desarrollar armas cada vez más mortíferas, se necesita que haya un clima constante de temor y vulnerabilidad. Por ejemplo, durante el verano de 2006 los ataques israelíes contra el Líbano y Gaza facilitaron el uso de nuevas armas fabricadas en Estados Unidos. Esas armas incluían bombas de uranio empobrecido, armas de “energía directa” y armas nuevas químicas y biológicas. Estas armas no sólo logran que el acto de matar sea más fácil sino que también dejarán contaminado el medio ambiente con partículas de uranio empobrecido radioactivo durante las próximas décadas.
Pero, para construir un pacto suficientemente fuerte como para llevar a un país democrático por la senda de una permanente economía de guerra, se necesita una alianza de intereses entre militaristas, industriales, políticos, aduladores y propagandistas. Estos son los cinco pilares del complejo industrial militar que pueden encontrarse en los Estados Unidos.
El sistema militar estadounidense
En 1991, al final de la Guerra Fría, el presupuesto de defensa de Estados Unidos era de 298.900 millones de dólares. En 2006, ese presupuesto había aumentado hasta alcanzar la cifra de 447.400 millones de dólares, y esa cifra no incluía los 100.000 millones de más gastados en las guerras de Irak y Afganistán. Se ha estimado que los gastos militares estadounidenses, sin necesidad de exagerar, se aproximan a la mitad de los desembolsos militares mundiales (48 por ciento del total mundial en 2005, según cifras oficiales), a pesar de que la población estadounidense representa menos del 5 por ciento de la población mundial y alrededor del 25 por ciento de la producción mundial total. Como porcentaje, los gastos militares estadounidenses se engullen un mínimo de un 21 por ciento del presupuesto federal total estadounidense (2006 = 2.500 billones de dólares). Un presupuesto militar tal es mayor que el productor interior bruto (PIB) de algunos países, como Bélgica o Suecia. Es una especie de gobierno dentro de otro gobierno.
En 2006 el Departamento de Defensa de Estados Unidos empleó a 2.143.000 personas, mientras que los contratistas de defensa privada emplean a 3.600.000 trabajadores, lo que supone un total de 5.743.000 puestos de trabajo en Estados Unidos relacionados con el sector de la defensa, o el 3,8 por ciento del total de la fuerza laboral. Además, hay casi 25 millones de veteranos en Estados Unidos. Por tanto, se puede decir que más de 30 millones de estadounidenses reciben cheques que tienen su origen directa o indirectamente en el presupuesto militar de Estados Unidos. Suponiendo con cautela que sólo dos personas mayores de edad votan por hogar, esto se traduce en un bloque de unos 60 millones de votantes estadounidenses que tienen intereses financieros en el sistema militar estadounidense. Así pues, nos encontramos con el peligro de una sociedad militarizada que se perpetua a sí misma políticamente.
Los contratistas de la defensa privada
Los cinco contratistas más importnates de la Defensa estadounidense son Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon y General Dynamics. Van seguidos de Honeywell, Halliburton, BAE System y miles de compañías y subcontratas de defensa más pequeñas. Algunas, como Lockeheed Martin en Bethesda (Maryland) y Raytheon en Waltham (Massachussets) obtienen cerca del 100 por ciento de sus negocios de los contratos de defensa. Otras, como Honeywell en Morristown (Nueva Jersey), tienen importantes divisiones de productos de consumo.
Sin embargo, todas están preparadas para sacar provecho en cuanto los gastos de suministros de armas aumentan. De hecho, los contratistas de defensa estadounidenses han estado disfrutando de los grandes presupuestos del Pentágono desde marzo de 2003, i.e., desde el comienzo de la guerra de Irak. Como consecuencia, han contabilizado aumentos considerables en los rendimientos totales de sus acciones, yendo desde el 68 por ciento (Northrop Grumman) hasta el 164 por ciento (General Dynamics) desde marzo de 2006 a septiembre de 2006.También se ha señalado que los contratistas de la defensa privada juegan otro papel social: son grandes empleadores de antiguos generales y antiguos almirantes del sistema militar de Estados Unidos.
El sistema político
En Estados Unidos, el Presidente George W. Bush, un antiguo petrolero, y el Vicepresidente Dick Cheney, como antiguo presidente y director ejecutivo de la gran compañía de servicios petrolíferos Halliburton en Houston (Texas), personifican la imagen de políticos consagrados al crecimiento y desarrollo del complejo industrial militar. Su administración ha extendido el sistema militar y ha adoptado una política exterior militarista a una escala nunca vista desde el final de la Guerra Fría e incluso desde el final de la II Guerra Mundial. Efectivamente, bajo la administración Bush-Cheney, la industria armamentística se ha vuelto extremadamente rentable. Contratos por miles de millones de dólares van a toda marcha vendiendo aviones y tanques a diversos países en un mundo que evoluciona cada vez más de espaldas al derecho. Casi las dos terceras partes de todas las armas exportadas en el mundo salen de Norteamérica.
El Congreso, por su parte, está en deuda con las monopolios de defensa que operan en las plantas militares existentes es cada uno de los distritos de los congresistas o en los estados de los senadores, además de ciertas gratitudes a los lobbys que les proporcionan fondos y apoyos en los medios en épocas electorales.
Los ‘think tanks’ del sistema
Los asesores y los aduladores que se hallan detrás de la economía orientada hacia la guerra forman un red entrelazada de los denominados “think tanks” con sede en Washington, financiados por ricas fundaciones que están exentas de impuestos y que tienen miles de millones de dólares de activos, como, por ejemplo, la Fundación John M. Olin, la Fundación Scaife o la Fundación Coors, etc.
Entre los “think tanks” más influyentes y representativos, cuya misión es orientar la política exterior estadounidense, se encuentra el American Enterprise Institute (AEI), la Heritage Fundation, el Middle East Media Research Institute, el neoconservador Washington Institute for Near Eastern Policy, el Center for Security Policy, el Jewish Institute for National Security Affaire, el Project for the New American Century (PNAC) y el Hudson Institute.