Algunos países cerraron todo, otros casi no aplicaron medidas y muchos impusieron restricciones intermedias. La pandemia del Covid–19, que fue presentada como la nueva Peste Negra por los medios, no tuvo ni siquiera una respuesta unívoca de parte de las autoridades sanitarias en diversos países, e incluso la OMS declaró eventualmente que las cuarentenas debían evitarse todo lo posible.
Mientras buena parte del planeta actuaba como enfrentando un apocalipsis, los indicadores de exceso de mortalidad parecen indicar que el coronavirus no produjo el desastre que se anunciaba. Suecia es el mejor ejemplo. Demonizada en la prensa internacional por no instaurar cuarentenas, las cifras muestran que, comparando con los últimos diez años, en 2020 no presenta exceso de muertes. Hasta fines de noviembre de este año, la cantidad de muertos por cada 100.000 habitantes ha sido de 820 personas. En 2010 la cifra fue de 873, en 2012 de 877, en 2015 de 841, y en 2018 de 820 por cada 100.000 habitantes respectivamente.
¿Tiene sentido la histeria respecto a la forma en que Suecia ha manejado la pandemia a la luz de estos datos? Se podrá hacer críticas a aspectos del manejo de los suecos en este asunto, y tal vez eran necesarias algunas restricciones que no se implementaron. Pero en términos generales, cuando se observa que la mortalidad total es la misma, e incluso menor que la de años anteriores, es simplemente un absurdo suponer que el camino correcto era el encierro de toda su población.
Alemania, que ahora ha endurecido sus políticas –jamás llegando al extremo delirante de Chile–, muestra datos similares. Las cifras de muertos mayores de 80 años por cada 100.000 habitantes por semana del año muestran que en 2018, por ejemplo, hubo más muertes que en 2020, especialmente en las primeras 30 semanas del año. Es más, al menos desde 2016 la tendencia muestra ser muy similar a la del presente año. A la luz de esos datos, la declaración de Angela Merkel de que Alemania enfrentaba el desafío más grande desde la Segunda Guerra Mundial solamente puede juzgarse como exagerada.
En Chile, en tanto, decidimos introducir una humillante y devastadora cuarentena sin tener ninguna evidencia de que los costos de su implementación superarán sus beneficios. Hoy, diversos estudios para otros países –y datos para Chile– señalan que, en términos de salud pública, las enfermedades y muertes por otras causas se van a disparar producto de las cuarentenas. Esto es sin considerar el auge de la depresión, los suicidios, la violencia intrafamiliar, el abuso sexual infantil, la criminalidad, la pobreza, la destrucción familiar, el hambre, el desempleo, y todo el desastre social y económico derivado de las políticas represivas.
Nada de eso parece importar lo suficiente a nuestras autoridades. Ni siquiera se considera la crisis de salud mental y física que se produce en niños debido a la clausura de colegios, a pesar de que hace rato es claro que estos no son transmisores relevantes de Covid-19. Tampoco sabemos si las cuarentenas realmente han disminuido la tasa de contagios en Chile, ni la tasa de mortalidad, pero de todos modos el Estado, bajo el pretexto de cuidar a otros, trata nuestros derechos fundamentales como si fueran una concesión estatal que puede ser revocada cuando la autoridad lo estime pertinente.