En contra de lo que dicen los intoxicadores, no hay más “fenómenos meteorológicos extremos”, ni tampoco son más graves, como hemos expuesto en entradas anteriores, en los que dimos algunas referencias de organismos que se dedican al estudio y cuantificación de los mismos.
En 1999 la ONU también creó su propio organismo, la UNDRR (Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres) que, como es típico, dedica un día al año a las catástrofes: el 13 d eoctubre.
En un comunicado de prensa, el 1 de enero de este año la japonesa Mami Mizutori, la directora de la UNDRR, dijo que “los desastres naturales no existen”. Todos los desastres son “artificiales”, es decir, causados por la intervención del hombre sobre la naturaleza, y no al revés, como la humanidad ha creído hasta ahora.
Lamentablemente, el mismo día en que lazó su proclama a los cuatro vientos, un terremoto sacudió su país porque los hechos siempre son tozudos y quitan el sitio a las tonteorías muy rápidamente.
En los desastres siempre hay un componente humano, porque su llegada se puede pronosticar y sus consecuencias se pueden paliar, y al revés: los riesgos se convierten en desastres por falta de prevención y de remedios. Por ejemplo, cuando se construye en el cauce seco de un río, tarde o temprano el agua acaba llevándose las casas.
A finales del año pasado el CRED (Centro de investigación sobre epidemiología de las catástrofes), dependiente de la Universidad de Lovaina, actualizó su base de datos, que es pública y cualquiera la puede consultar en línea.
Como cualquier otro recuento, la base de datos tiene sus pequeños trucos que hay que tener en cuenta, como el de incluir a las epidemias entre los desastres, o el de considerar como tales sólo a las catástrofes en las que el número de muertos supera la cifra de 10, ó 100 personas afectadas (daños a personas o bienes), o una declaración de estado de emergencia o un llamamiento de ayuda internacional.
Otro truco: para evitar interpretaciones y extrapolaciones engañosas, el CRED advierte que los datos anteriores a 2000 sólo se incluyen a efectos históricos y no deben tenerse en cuenta en los análisis temporales porque “están particularmente sujetos a sesgos en la presentación de informes”.
Por lo tanto, siguiendo sus consejos, es preferible atender exclusivamente a los datos de este siglo.
El CRED distingue dos grupos de catastrofes. La primera son los accidentes tecnológicos, industriales y de transporte, y la segunda, las naturales, que se relacionan con las ciencias de la vida y de la tierra. A su vez este último se reparte en cinco categorías. La primera son los meteorológicos (tormentas, ciclones, olas de calor o frío); la segunda los hidrológicos (inundaciones, deslizamientos de tierra); la tercera los geofísicos (terremotos, vulcanismo); la cuarta los climatológicos (sequías, incendios forestales o de matorrales); y finalmente los biológicos (epidemias), en las que no vamos a entrar.
Pues, bien, como ya expusimos, entre 2000 y 2023 no se observa ninguna tendencia. El número de desastres se mantiene constante, lo cual es algo a tener en cuenta porque el registro ha mejorado a lo largo de este cuarto de siglo debido a los avances tecnológicos en la observación y la transmisión de datos, sin mencionar una creciente propensión a no omitir ningún acontecimiento significativo.
Durante un período de 24 años el CRED ha registrado 7.500 desastres, lo que arroja un promedio de 300 por año, sin ninguna tendencia a disminuir o aumentar.
El número de muertos se pueden considerar como la medida de la gravedad del desastre, pero no siempre la letalidad se puede atribuir al desastre. Por ejemplo, como ya expusimos, el Atlas de catástrofes naturales de la Organización Metereológica Mundial considera que el desastre más mortífero ha sido la sequía de 1983 en Etiopía, que causó 300.000 muertos. Pero la sequía coincidió en el tiempo con una guerra contra el gobierno que mató al ganado, destruyó los equipos agrícolas, quemó las cosechas y mató de hambre sistemáticamente a poblaciones enteras. Los 300.000 muertos no se pueden atribuir, pues, sólo a la sequía sino también a la guerra.
Los mayores picos de letalidad corresponden a fenómenos geofísicos (terremotos o tsunamis), seguidos de los meteorológicos (ciclones) y olas de calor o frío. Por ejemplo, la ola de frío de 2012 afectó a 26 estados europeos, lo que explica la elevada cifra de muertos. En enero de 2023, una ola de frío azotó Afganistán y provocó 70 muertes. Lo mismo se puede decir de la ola de calor de 2022 en Europa, que afectó a 32 Estados.
Las catastrofes han sido, son y serán parte de la vida diaria de la humanidad. Su distribución está más allá del control humano. Hoy el desarrollo de las fuerzas productivas permite mejorar la prevención con miras a mitigar los daños que causan, y lo mismo cabe decir de la mejora de los servicios de socorro, que pueden paliar los sufrimientos de las poblaciones afectadas.
Lo que no se debe olvidar en ningún caso es la historia. Hace dos mil años Pompeya desapareció bajo la lava del volcán Vesubio. Además, también desaparecieron otras ciudades cercanas, como Herculano, Oplontis, y Estabia. Desde la Antigüedad siete ciudades han sido destruidas por los volcanes.
No obstante, hay quien supone que las erupciones volcánicas ocurren muy esporádicamente. En realidad, cada día hay unas veinte de diferente intensidad.
Tampoco habría que olvidar que, en contra de lo que creen los seudoecologistas, la naturaleza es una fuerza invencible. No hay construcción humana que se le resista. Las avalanchas y corrimientos de tierras sepultan carreteras, puentes, viviendas y poblaciones completas. Las montañas se derrumban y el barro llena los valles. En junio la localidad de Baños de Agua Santa, en Ecuador, fue sepultada por numerosos corrimientos de tierra provocados por las lluvias torrenciales.
En setiembre un corrimiento de tierras sepultó un pueblo en Vietnam.
El año pasado se produjo un incendio especialmente grave en Hawai que devastó la ciudad de Kula y causó 120 muertes, es decir, la mitad de la cifra mundial de aquel año, y la segunda más letal en el período 2000-2023.
El año pasado hubo pocas inundaciones, pero una particularmente grave en el Congo causó casi 3.000 muertes.
El terremoto que sacudió a Siria y Turquía en febrero del año pasado provocó 55.000 muertos y 120.000 heridos. Se trata del más importante desde el de Haití de 2010.
Los huracanes no sólo derriban las murallas más altas, sino que su radio de acción se prolonga por las regiones que atraviesan, dejado un rastro de destrucción. Uno de los más conocidos fue el huracán Katrina, que se desató en 2005. Un millón de personas fueron evacuadas y la población de Nueva Orleans se redujo a la mitad. Resultaron dañadas por la tormenta el 70 por cien de las viviendas ocupadas de Nueva Orleans.
En 2022 el huracán Ian destruyó los rompeolas de Florida y una semanas después otro huracán, el Nicole, derribó numerosos edificios altos que cayeron al Océano Atlántico.
Los lagos se secan y otras regiones se inundan. Hace unos días anunciamos que al sur de Marruecos había reparecido el lago Iriki en medio de las arenas y hace diez años reapareció otro en mitad del desierto tunecino, que cubre un área de unas 1,5 hectáreas y tiene más de 15 metros de profundidad en algunas zonas.
Lo mismo ocurrió en febrero en una de las regiones más secas de Estados Unidos: el Valle de la Muerte, en California. La aparición del lago se debió a las fuertes tormentas y los medios dijeron que era temporal, aunque en realidad no lo sabían.
En 2022 el lago Sawa, en Irak, se secó por primera vez en siglos y los seudoecologistas se frotaron las manos: era una consecuencia del cambio climático. Pero dos años después, en el mismo Irak, apareció lo que los medios calificaban como un “mar” en medio del desierto. Sin embargo, que un lago aparezca en medio del desierto “es más común de lo que parece”, decía un medio, añadiendo que ya “existía hace cientos de años, tal y como han mostrado algunas escrituras antiguas que han dado datos de cómo era antes. Un mar que es en realidad un lago interior que ha vuelto a aparecer después de años en el que se creía que habría llegado a su fin de forma definitiva”.
Como todo en la naturaleza, los lagos son temporales, se llenan y se vacían. Uno de ellos es el Aral, como ya expusimos. Otro es el Poopó que, con 3.000 metros cuadrados, es la segunda extensión de agua dulce de Bolivia.
A lo largo del siglo XX el Poopó estuvo completamente seco entre 1939 y 1944 y entre 1994 y 1997, mientras que entre 1969 y 1973 quedó reducido a unos cuantos charcos salados. Pero el lago ha vuelto todas las veces: regresó en los años cuarenta, volvió en los setenta y a principios de 2017.