El movimiento de los chalecos amarillos se inció a finales de 2018 a causa de la subida de los precios de la gasolina por los nuevos “impuestos verdes”, un asunto que sigue de máxima actualidad hoy en Europa.
Hasta que el año pasado impusieron los confinamientos, miles de personas se reunieron espontáneamente en refinerías, rotondas y autovías, además de las calles, para protestar por las subidas de los precios.
El movimiento marca la señal del despliegue en Europa de nuevos movimientos sociales de lucha caracterizados por la espontaneidad y, en consecuencia, por la falta de un programa político. Quienes debieron ponerse al frente no existen (o no lo hicieron), e incluso lo despreciaron recurriendo, como ahora, al mito de que eran “de extrema derecha”.
Como cualquier movimiento espontáneo, los chalecos amarillos no se arrugaron nunca frente a la brutal represión policial y respondieron en la medida de sus posibilidades. “No se puede hacer una tortilla sin romper antes los huevos”, ha sido una de sus consignas.
Hasta las actuales movilizaciones contra el pasaporte de vacunas, los chalecos amarillos protagonizaron el movimiento de masas más importante desde Mayo de 1968. La lucha creció imparable no por sus motivaciones inmediatas, sino por la existencia de un malestar de fondo, que es característico de Europa y que se está reproduciendo en la lucha contra los pasaportes de vacunas y demás medidas de represión sanitaria.
En su punto álgido, hubo más de 300.000 manifestantes en las calles en contra del gobierno, pero hubo jornadas en las que participaron hasta 1.300.000 personas cortando las carreteras de Francia. No fueron batucadas ni procesiones festivas.
Sólo en el primer año de manifestaciones la policía detuvo a más de 10.000 manifestantes, que dieron lugar a 3.100 condenas y 400 penas de prisión. Se registraron entre 10 y 13 muertes en las manifestaciones, cerca de ellas o después de ellas, y entre los miles de heridos, 24 manifestantes perdieron un ojo tras ser alcanzados por balas de goma disparadas por la policía. Muchas otras fueron hospitalizadas con lesiones graves causadas por la brutal represión policial.
Pero lo que obligó al gobierno francés a ceder no fue el número sino, sobre todo, la determinación del movimiento. Macron tuvo que suprimir el impuesto sobre los carburantes e incluso recientemente ha prometido un bono de 100 euros a seis millones de personas de bajos ingresos para compensar el aumento de los precios de la gasolina.
Como tantos otros, el movimiento quedó paralizado el año pasado por los confinamientos y cuando volvió a levantar cabeza no era el mismo de antes porque a los problemas originales se habían sumado otros, derivados de la brutalidad sanitaria. Los que siguen en la batalla se han sumado a la lucha contra el pasaporte de vacunas.
Las condiciones siguen ahí latentes para que vuelva a explotar un fuerte movimiento popular de protesta. La emisora Europe 1 informó en un sondeo confidencial de que los ánimos siguen muy caldeados en Francia. “Una medida malinterpretada, una novedad o una controversia podrían encender la pólvora”, concluía.
En primavera hay elecciones presidenciales y Macron tiene que impedir otra revuelta masiva si quiere mantener la poltrona.
Macrón es un zombi político. Los zombis ni impiden ni mantienen nada, están muertos.