No fue una decisión fácil. No para John Ezkerra,
”El Zurdo”. Vivía, no hacía muchas lunas, en un rancho modesto, propietario de pocos acres como pasto para cristianas reses bovinas y ovinas así como una huerta autárquica que abastecía a sus dos hijas y su laboriosa mujer de origen vasco (su fortísimo acento la delataba). Los sábados, John, bajaba al mercado local –vivían en un monte- a intercambiar quesos y leche de oveja (para hacer cuajadas), también lekas y puerros, por monedas bastantes para reparar un apero descompuesto u otro avatar imprevisto. Una economía mercantil, simple y descomplicada, preindustrial, sin plusvalía, fisiócrata, de trueque, yo qué sé. De John Ezkerra,
”El Zurdo”, nunca se oyó decir que fuera un reaccionario amante de relaciones feudovasalláticas ni que fuera cuáquero o metodista puritano, pues tenía transistor y televisión y gustaba de francachelas con camaradas. No desconectó, como suele decirse, del mundanal ruido (porque se dice así, no?) y le gustaba estar informado, aunque siempre pensó, desde que se cayó de un guindo, que la información veraz era para ingenuos y la información falsa dizque desinformación para ilusos. la verdad es ingenua, infantil, y la mentira ilusa, ilusionante, prestímana y para adultos. Así discurría nuestro héroe fumando su pipa al calor de su victoriana chimenea mientras leía –en inglés- al lakista poeta Wordsworth y acariciaba a su setter. Todo muy british, flemático, encantador, ciudadano. Sin pecar de escaso rigor, puede decirse que era un hombre feliz, de una felicidad agraria, descomplicada, ya se dijo esto. Las horas demoraban, cansinas, tac-tic y no tic-tac, casi aburridas en un tiempo abolido, que eso debe ser el paraíso y la parusía: una ritmia arrítmica.
Una vez a la semana, mirándose al espejo –se ignora con qué secreta intención- para recortarse el bigote donde se le pegaban los fideos, pensaba en lo dichoso y suertudo, puritita alacridad, apocatástasis y ataraxia, que era pues se había metamorfoseado –sin llegar a onerosas exageraciones kafkianas- en todo aquello que había combatido cuando era joya y líder, talentoso y carismático. Ya era cincuentón, canoso (herencia genética) y con caries (herencia desconocida). Sus ojos, según sus amantes, lindos (según los buitres, qué más da). La melena rebelde, pero la opinión pública no estaba con este sansón. Se volvió un buen hombre, un buen ciudadano, viendo crecer a sus hijas legítimas y bastardas como si fuera un Borgia antiabortista, aparentando pero sin disimulo, o al revés, según. Todo okey, all right, hasta que…
No lo hagas, John –imploró su bella esposa.
No, papá, no seas cabrón, joputa –suplicaron sus delicadas vástagas.
I’m sorry –dijo nuestro Hamlet-: debo hacerlo.
John Ezkerra cogió del vetusto arcón lo que más temía su familia: la pluma como caduceo y letralleta pues nunca tuvo valor para esgrimir otras armas más letales. Desempolvó el cálamo, entintó, y se fue a desfacer entuertos por polvorientos caminos defendiendo quijotescas causas perdidas rumiando ese tiempo en que llegue… el día menos pensado.
Qué suerte tiene John. Naturalmente no huyó, le echaron.