En 1945 comenzó una nueva época en las relaciones internacionales, marcada por la influencia revolucionaria de la URSS y del movimiento por la paz, una de cuyas expresiones fue la Carta que dio nacimiento a la ONU.
El peso de las fuerzas antifascistas también cambió de manera drástica las concepciones jurídicas dominantes desde la Revolución Francesa. El movimiento obrero no sólo no se ha opuesto nunca a dichas concepciones por el hecho de proceder de la burguesía, sino que las elevó a un nivel superior.
La burguesía creó un régimen uniforme de derechos “del hombre y del ciudadano” que si bien, por un lado, camuflaban las diferencias de clase, por el otro creaban un escudo para defenderle de las agresiones procedentes del Estado (cuya naturaleza de clase no voy a explicar ahora).
El prototipo de ese tipo de derechos es la inviolabilidad de domicilio, que los anglosajones recitan con la frase “mi casa es mi castillo”. Ni el Estado, ni sus funcionarios, ni nadie puede penetrar en el universo privado de las personas, cuyo máximo exponente es la vivienda, que pueden defender, incluso, con las armas en la mano frente a cualquiera, incluída la policía.
En la medida en que la la ideología dominante es burguesa, esas concepciones jurídicas están profundamente arraigadas en los países capitalistas y se mueven en torno al principio de igualdad: la ley es igual para todos, la justicia es ciega, “tu libertad llega hasta donde empieza la mía”, los unos y los otros…
Es lo que se califica habitualmente como derechos y libertades burguesas o formales, de donde alguno ha deducido que como el proletariado está en contra de la burguesía debe, en consecuencia, oponerse a ellos.
El marxismo nunca ha sostenido ese tipo de concepciones, como demostraron los países socialistas desde 1945. La tarea del movimiento obrero y antifascista es elevar los derechos y las libertades a un nuevo nivel, más alto.
Sociológicamente, el derecho burgués forma parte de una sociedad de clases en donde la burguesía es dominante, es decir, ostenta el poder. No es esa sociedad igualitaria de la que habla la burguesía. La ley es la del más fuerte.
A partir de 1945, por influencia soviética, el capitalismo entró en una contradicción; sin alterar para nada su naturaleza clasista, tuvo que admitir la penetración de nuevos principios jurídico-formales que ya no eran los mismos de la Revolución Francesa. No protegían al individuo frente al Estado sino a los explotados de los explotadores, a los oprimidos de los opresores y al débil frente al fuerte.
Aquellos principios tenían un indudable carácter de clase y se extendieron por todos los ordenamientos jurídicos de los países capitalistas. Es el caso del Derecho Laboral y la prevalencia en su seno de la clúsula más beneficiosa para el trabajador, que en España determina el art. 3.1.c del Estatuto de los Trabajadores de 1979.
Fue una conquista que alcanzó al mundo entero: a quien debían proteger los derechos no era a quienes ya tenían suficientes armas para protegerse, sino a quienes no tenían ninguna. Su primera expresión apareció en 1948 con el Convenio internacional para prevención del Genocidio, que condena las agresiones contra las minorías nacionales, étnicas, raciales y religiosas, que luego se ha ido extendiendo a otras, como las sexuales.
Tampoco voy a extenderme ahora en comentar la relación directa e inmediata que tiene la defensa de las nacionalidades oprimidas, contra el racismo y la xenofobia, e incluso de las confesiones religiosas perseguidas, con la lucha contra el fascismo. Nunca será suficiente insistir en que la lucha contra todas esas formas de opresión no están separadas unas de otras, como las presentan las ONG seudohumanitarias, sino que forman parte -cada vez más- tanto de la lucha contra el fascismo como de la lucha contra el capitalismo.
Hay una razón evidente para demostrarlo que explica -además- muy claramente los motivos por los cuales, a pesar de los numerosos tratados internacionales contra la discriminación, por ejemplo de tipo racial, el racismo es una tendencia galopante, sobre todo en Europa: el capitalismo, el imperialismo y el colonialismo son el germen del fascismo y de todas y cada una de sus lacras. En otras palabras, el racismo es fascismo y, por lo tanto, la lucha contra el racismo es una lucha contra el fascismo.
La influencia soviética y el movimiento obrero han llegado hasta aquí: han erradicado el racismo sólo de la legislación, lo que es una valiosa enseñanza para esos incautos que creen que la realidad se cambia cambiando las leyes, e incluso que basta con ello, con cambiar leyes.
La lucha contra la discriminación racial no ha ido más allá de los repertorios legales, es decir, del papel y la letra muerta porque queda la otra parte de la ecuación: acabar con las raíces del racismo, que están en el capitalismo, el imperialismo, el colonialismo y el fascismo.
El movimiento obrero es el baluarte decisivo en la lucha contra todas las formas de opresión nacional, racial, religiosa y sexual.
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