Una de las características del imperialismo, decía Lenin, es el parasitismo. Los países metropolitanos se caracterizan cada vez más por inflar las cifras del PIB con negocios, como el fútbol, basados en un entretenimiento vacío, que rinden grandes benefcios en muy poco tiempo y lavan el dinero más negro.
Los países del Golfo Pérsico son el mejor ejemplo de la industria parasitaria del fútbol, de la que se han apoderado. Qatar es el dueño del PSG, acogió el Campeonato Mundial de Balonmano de 2015, el Campeonato Mundial de Ciclismo de 2016, el Campeonato Mundial de Atletismo de 2019, las Copas Mundiales de Clubes de la FIFA de 2019 y 2020, el Campeonato Mundial de Natación de 2023 y, por supuesto, el Mundial de Fútbol de este año. Es posible que acabe ganando los Juegos Olímpicos de 2032.
El gasto es colosal: 500 millones de dólares a la semana para organizar los mayores fastos deportivos del mundo, que por sí mismos, ya son parasitarios y especulativos. La mayor parte del dinero no va a los deportistas sino que se dilapida en sobornos pagados a los burócratas de los grandes organismos internacionales.
A Qatar le han seguido otros sátrapas petroleros. Arabia Saudí acogerá los Juegos Asiáticos de Invierno en 2029 y tiene previsto invertir 500.000 millones de dólares en la construcción de una ciudad deportiva futurista en el desierto. También acogerá los Juegos Asiáticos de 2034 en Riad. El fondo soberano saudí de 620.000 millones de dólares destinará 2.300 millones de dólares a patrocinar eventos futbolísticos, según el Financial Times.
Un consorcio dirigido por Arabia Saudí ha tomado el control del Newcastle, de la liga de fútbol inglesa. La casa saudí financia LIV Golf Investments, una liga paralela que amenaza con alterar las competiciones de golf. Ha invertido 2.000 millones de dólares para marcar el golf con los colores de Arabia Saudí y patrocinar a los jugadores con millones de seguidores.
Abu Dhabi se ha especializado en el automovilismo, con el circuito de Yas Marina como sede de varios Grandes Premios y del Campeonato Mundial de Fórmula 1. El 15 y 16 Gran Premio se celebraron en el Circuito Internacional de Sajir, en Bahrein. La primera carrera de F1 tuvo lugar en 2004, ya en Bahrein.
Además de un negocio, el deporte de alta competición desempeña varias funciones, como el lavado de imagen, algo que los sátrapas del Golfo necesitan con urgencia. No quieren que se les vea sólo como una gasolinera. En 2004, Hamad Abdulla Al-Mulla, entonces director de comunicación de Qatar, declaró: “Es más importante ser reconocido en el Comité Olímpico Internacional (COI) que en las Naciones Unidas […] El deporte es la forma más rápida de transmitir un mensaje y promover un país. Este deseo de reconocimiento se ha construido dotando al país de infraestructuras deportivas ultramodernas, pero también presionando a las instituciones internacionales (por ejemplo, la FIFA, el COI, el Atletismo Mundial) para obtener la organización de eventos deportivos internacionales”.
Los países del Golfo apenas tienen deportistas, pero están presentes en todos los mayores fastos deportivos del mundo, que llevan detrás las cámaras de la televisión y dan una imagen de modernidad. El feudalismo adquiere así un rostro más humano, al tiempo que la economía se diversifica.
En 2011 Qatar pagó 80 millones de euros por comprar el PSG. En diez años el valor del club supera los 900 millones de euros. Desde que llegaron los especuladores no ha ganado ninguna competición europea, pero su valor de mercado se ha multiplicado por 11.
En 2008 el jeque Mansour Bin Zayed Al-Nahyan, viceprimer ministro de Emiratos Árabes Unidos, compró el Manchester City por 150 millones de euros. Hoy su valoración supera los 1.000 millones de euros. En 14 años su cotización ha multiplicado por siete sin necesidad de ganar ninguna competición europea.
Es un negocio redondo. No hay nada más rentable. Pura especulación.
¿Y esa foto del Baraka?