Juan Manuel Olarieta
Al principio de todo, es decir, en 1939 la guerra civil no se llamó así porque había sido bendecida por dios para librar a los españoles del comunismo. Fue una cruzada o, al menos, es lo que enseñaban los libros de historia que, como toda historia, es “partidista”, es decir, que toma partido, en este caso por los vencedores. La cruzada se reivindica a sí misma. No se pueden repudiar las muertes que han sido sacralizadas.
Después llegó una época en que la historia cambió. Fue a finales de los sesenta con obras de gran éxito editorial como “Los cipreses en Dios”. Se empezó a hablar de guerra civil en el sentido más propio de la palabra porque aquello había sido una guerra fraticida, entre hermanos. Fueron los tiempos de la “reconciliación nacional” que prepararon la transición.
Los españoles, seamos fascistas o antifascistas, somos hermanos ante todo y los hermanos no se deben pelear nunca. La guerra civil se negó a sí misma porque, como todo derramamiento de sangre, las guerras no son buenas, sacan lo peor del ser humano. Ambas partes cometieron horrendos crímenes. Si unos eran malos, los otros no le fueron a la zaga.
Entonces los campos se dividieron. Algunos antifascistas se traicionaron a sí mismos. Se lo creyeron porque lo necesitaban para su claudicación. Pero sobre todo era imprescindible para el otro bando, los fascistas, que no se lo creyeron sino que se aprovecharon de ello para ocultar las raíces de su legitimidad, que están en la guerra civil, es decir, en una masacre.
La reconciliación nacional y la transición aparentaron sellar una cadena de pactos de los que la mayor parte de las veces sólo se habla para referirse a los de la Moncloa, la Constitución, los Estatutos de Autonomía o los pactos sociales.
Es falso. No hubo más que un único pacto que fue el del silencio, el de enterrar la memoria histórica para siempre y el de arrojar tierra encima de las tumbas y de las cunetas.
Cuando hablamos de pacto caemos en el error de suponer, además, que los firmantes, los fascistas y antifascistas, están equiparados, que firman sentados sobre una mesa de negociaciones. En la transición no hubo nada de eso. Unos (antifascistas) claudicaron frente a los otros (fascistas), con el agravante de que esta vez no necesitaron ser derrotados porque se vencieron a sí mismos.
Pero la historia no se puede cerrar en falso. No se puede tapar ni con mentiras ni con ocultaciones, como explicaron Marx y Engels, por lo que llegó el momento de la memoria, de rescatar la verdad y exhumar los cadáveres.
Como la verdad es revolucionaria conduce a la revolución, por lo que el partidismo vuelve, esta vez del lado de los antifascistas, aunque con 80 años de retraso.
Al partidismo sobre la guerra civil le está siguiendo -inevitablemente- el de la guerrilla antifranquista, también con retraso. Los maquis ya no son delincuentes; los delincuentes fueron los franquistas. La historia avanza -inexorablemente- y está llegando ya a los campos de concentración, los fusilamientos y la lucha clandestina porque la posguerra fue aún peor que la guerra.
Después le tocará el turno a la transición y dentro de algunas décadas la historia dirá otra verdad partidista y revolucionaria: que la transición no fue ni modélica ni pacífica, que hubo quienes lo dieron todo por continuar la lucha antifascista en las condiciones más difíciles, que fueron perseguidos y asesinados por los mismos de siempre y que a ellos se le sumaron los vendidos y los renegados de todos los colores.
La historia te lo da y te lo quita todo, pero siempre con retraso. Esa es la diferencia entre ella y la política, entre el pasado y el presente, entre la teoría y la práctica, entre la retaguardia y la vanguardia.
A diferencia de los revolucionarios, los académicos pueden esparar, no tienen prisa. Los documentos y los legajos tardan en perder su secreto para llegar a los archivos. Hay otros que jamás aparecerán, pero la lucha no puede esperar sentada a que lleguen los arqueólogos. Ni siquiera puede esperar a las bibliotecas porque no es lo mismo hacer la historia que escribirla.
Para hacer historia a cada cual le basta con saber que ha tomado el camino correcto (que es el de la lucha), que está con las masas porque son ellas quienes la hacen y no las élites, los personajillos y los fantoches que la televisión encumbra en cada momento.
Esto es lo elemental, lo que todos saben o deberían saber. Sin embargo, a cada paso nos encontramos con lo contrario: con toda esa calaña que desprecia e insulta a las masas porque no votan a quien deberían, mientras elogian al primer patán que aparece ante los micrófonos. Pues bien, el futuro no pertenece a éstos sino a aquellos, los despreciados. Son ellos quienes hacen la historia y son ellos los que merecen toda la atención.
No estoy con el colofón (último párrafo) y en verdad que lo lamento. La actual historia la hicieron y siguen haciendo los católicos (no digo cristianos, sino católicos y por consiguiente fascistas), siempre que les es necesario por el terror y el crimen, y vamos ya por el tercer milenio.
El que tenga oídos, que oiga; pues no voy a escribir aquí un libro con el que justificar lo que digo, en el que reflejar tantas y tantas atrocidades cometidas para mantener al proletariado de las diversas naciones ˗antes feudales y actualmente capitalistas- en la esclavitud; esclavitud anteriormente impuesta mediante la moral cristiana a fin de hacernos mansos corderos a los que trasquilar impunemente; y, actualmente (y sin por ello renunciar a mantener impositivamente *sumo respeto* a las religiones: para este caso la católica que por sus tropelías y falsedades de todo tipo no es acreedora de él), utilizando entre otras cosas del arte y de las tecnologías inherentes a éste para mantenernos en la moderna esclavitud.
Ojalá que se consiga escindir esta historia en pro de un tiempo nuevo que posibilite para el planeta el "Imperio del Sol" que ilumine el espíritu de una humanidad superior a la actualmente castrada humanidad en lo espiritual: algo más posible y deseable en la actualidad que nunca jamás gracias a las posibilidades de automatización tecnológica y el tiempo libre resultante que, repartiéndose las cargas laborales en el marco de una economía auténtica y consiguientemente de una organización superior para la vida, nos posibilitaría humanizar a la humanidad en pro de resolver tanta problemática como nos han creado los fascistas en sus ansias de dominio y de enriquecimiento a costa del resto social.
Pero eso no se dará de por sí, sino que habrá que luchar por ello hasta la victoria final: victoria que dada la índole del ser humano para inventar cuentos o para creérselos, me temo que de conseguirla no habrá de ser victoria final. Pero el proletariado se lo debemos a nuestra descendencia y, como deber que es, por ello se debería de luchar.
Personalmente creo que yo sería un individuo sumamente valioso para estar ahí con mi intelecto, siempre y cuando recibiese el llamado para hacerlo.
Es todo para aquí. Cordiales saludos.