Como las viviendas, el oro casi nunca se mueve del cofre en el que se almacena. En el mercado lo que se intercambian el vendedor y el comprador son títulos de propiedad, lo mismo que ante un notario las viviendas se venden con las escrituras.
Pero no hay viviendas ficticias y una misma vivienda nunca se vende dos veces. Además, las escrituras suelen describir viviendas que existen en alguna parte. Eso no ocurre con el oro, en donde el comprador nunca tiene ni un lingote entre sus manos. El título de propiedad le indica dónde está guardado.
En los mercados internacionales de oro está ocurriendo algo muy significativo, que no ocurre con ningún otro metal: se intercambia más oro del que existe en realidad. Los grandes bancos que guardan el oro y desempeñan el papel de intermediarios en los negocios, venden más oro del que tienen en sus reservas. Se aprovechan de que los dueños nunca les exigen la entrega física de su oro.
Los papeles que se negocian en los mercados internacionales representan a cantidades de oro inexistentes en porcentajes crecientes: con el mismo oro cada vez se venden más títulos de propiedad.
De enero a mayo de 2016 la proporción ha pasado de una onza de oro real por cada 100 onzas de papel a más de 500. Es como si por cada casa hubiera 500 propietarios.
A lo largo de la historia no ha habido nada más falsificado que el oro. Desde la Edad Media, escribió Marx, toda la historia de la acuñación de moneda se reduce a la historia de otras tantas falsificaciones (*).
Marx dice que la falsificación en la acuñación de moneda acabó en el siglo XVIII, pero la del oro no se ha acabado nunca, hasta el punto de engañar a la inmensa mayoría de los economistas, que golpean sus cabezas contra un muro fetichista.
Los economistas hablan del oro como si fuera una materia prima como cualquier otra. Pero en el mercado de materias primas no ocurre nada de esto porque, a diferencia del oro, no cumplen con una de las funciones típicas del dinero, como es el atesoramiento. Cuando una fábrica compra cobre, no es para guardarla en el almacén sino porque la necesita para elaborar cables.
Sólo una pequeña parte del oro se utiliza como materia prima, especialmente en joyería. Entonces, al valor propio del oro se le suma el de una obra de arte, por lo que no deja de cumplir con su función de atesoramiento.
La burguesía no hace caso de sus economistas. Con el mismo tesón con el que estos aseguran que “el dinero no es convertible”, aquellos se empeñan en convertirlo, cambiando sus papeles por dinero “metálico” de verdad, es decir, oro.
La fiebre del oro se multiplica en épocas de crisis y no hay mejor indicador de la profundidad de la misma que el alza persistente en su cotización que, de no ser por la falsificación bancaria, se habría disparado hace ya mucho tiempo.
Pero la burguesía también se cree sus propias ilusiones. Cree que en la caja de fuerte de algún banco tiene guardado su tesoro y que podrá echar mano de él en los malos momentos. Por cada uno de esos burgueses hay otros 500 que piensan lo mismo.
Es un corralito internacional a gran escala, un gigantesco castillo de naipes que sólo se ha levantado para desplomarse después.
(*) Marx, Contribución a la crítica de la economía política, Madrid, 1970, pg.148.