La CIA y Arabia saudí en la historia inconfesable de Al Qaeda (y 2)

El New York Times confirmó indirectamente las declaraciones de la congresista estadounidense Tulsi Gabbard. Tres semanas antes de los atentados del 13 de noviembre había denunciado en la CNN el apoyo clandestino a Al Qaeda por parte de la CIA en el frente sirio, criticando que la Agencia tenía como objetivo derrocar a Bashar Al Assad apoyando a unos rebeldes, muy lejos de la moderación que nos había sido descrita hasta entonces. Como ella afirmó durante esa entrevista, “Estados Unidos y la CIA deben detener esta guerra ilegal y contraproducente para derribar el gobierno sirio de Assad, y deben focalizarse en nuestro enemigo real, los grupos islamistas extremistas. Porque actualmente estamos viendo la causa de que sea contraproducente: actuando […] para derrocar al gobierno sirio de Assad, estamos reforzando a nuestros enemigos, los islamistas extremistas”.

Antes de dar detalles más amplios sobre esta política clandestina y sus consecuencias, ella recuerda que “no ha existido una votación en el Congreso para autorizar el uso de la fuerza, para autorizar una guerra que tiene por objetivo derrocar un gobierno soberano. Desde que yo he tomado posesión [en la Cámara de Representantes] no ha habido ningún voto, ni tampoco antes de que fuera elegida [en 2013]. Por tanto el pueblo norteamericano no ha tenido la oportunidad de expresarse, de aprobar o desaprobar esa guerra. Por consiguiente, esa guerra es ilegal”. Es muy probable que el carácter ilícito de estas operaciones explica porque el presidente Obama, la anterior secretaria de Estado Hillary Clinton y otros altos responsables norteamericanos han ocultado sistemáticamente el papel esencial de la CIA en el conflicto en Siria, como recientemente lo ha señalado el profesor de la Universidad de Columbia Jeffrey S. Sachs.

En esa entrevista en la CNN, Tulsi Gabbard también explicó que esta guerra secreta “es contraproducente porque actualmente las armas norteamericanas van a las manos de nuestros enemigos de Al Qaeda y otros grupos, grupos islamistas extremistas que son nuestros enemigos jurados. Son esos grupos los que nos han atacado el 11 de septiembre, de los cuales se supone que tenemos que buscar su derrota, pero sin embargo los apoyamos con armas para derrocar el gobierno sirio […] Yo no quiero que el gobierno de los Estados Unidos proporcione armas a Al Qaeda, a islamistas extremistas, a nuestros enemigos. Creo que es un concepto muy simple: ¡no podemos vencer a nuestros enemigos si, al mismo tiempo, se les arma y se les ayuda! Es algo absolutamente insensato para mi […] Hemos discutido de esto [con responsables de la Casa Blanca] a la vez durante las sesiones [parlamentarias] y en otras ocasiones, y creo que es importante que los ciudadanos de Estados Unidos se levanten y digan: ‘Mirad, no queremos ir [a Siria] y hacer lo mismo que con Saddam Hussein, hacer lo que pasó en Libia con Gadaffi, porque son países que se han hundido en el caos y que han sido conquistados por terroristas islamistas a causa de la acción de Estados Unidos y de otros [países]’”.

Entrevistado algunas semanas después de estas declaraciones, Nafeez Ahmed señala que “la representante Gabbard es una política de primera línea en el seno del Partido Demócrata”, del que desempeñaba la vicepresidencia antes de unirse al equipo de campaña de Bernie Sanders. Este buen conocedor de los arcanos de Washington añade que ella dispone de un “acceso a informaciones gubernamentales confidenciales relativas a las políticas extranjeras y militares de Estados Unidos, ya que pertenece a importantes omisiones parlamentarias: la Comisión de la Cámara de Representantes sobre las Fuerzas Armadas y la correspondiente a Asuntos exteriores. Por eso sus críticas hacia las políticas clandestinas de la administración Obama en Siria deben tomarse muy en serio”.

Sorprendido por el hecho de que declaraciones de Tulsi Gabbard no hayan suscitado la indignación nacional en Estados Unidos, Naffez Ahmed añade que “su testimonio en la CNN, lejos de ser una ‘teoría del complot’ infundada, confirma el apoyo de la CIA a favor de grupos afiliados a Al Qaeda en Siria, operado principalmente mediante socios regionales tales como los Estados del Golfo y Turquía”. Siendo hoy de notoriedad pública estas acciones clandestinas, suscitan cuestiones incómodas sobre la forma en que los intereses geoestratégicos a corto plazo de Estados Unidos y de sus aliados continúan amenazando la seguridad nacional de nuestras democracias y desestabilizando un número creciente de países. Finalmente, menos de una semana después de los atentados del 13 de noviembre, Tulsi Gabbard presentó una proposición de ley, cuyo fin es “detener inmediatamente la guerra ilegal y contraproducente destinada a derrocar el gobierno sirio de Al Assad”, no habiendo sido nunca discutida ni votada esta iniciativa en la Cámara de Representantes.

El Congreso no controla las operaciones de la CIA

El artículo del New York Times citado anteriormente señala también la importancia de los jefes de estación de la CIA en Arabia saudí, que son descritos como “los auténticos lazos” entre Washington y Riad desde hace muchas décadas. El Times remonta los orígenes de esta relación opaca y mixta a la creación del Safari Club. Movilizando fondos extranjeros en los años 80, esa red ha permitido financiar las operaciones clandestinas de la CIA en Angola, en Nicaragua y en Afganistán escapando a la supervisión del Congreso norteamericano. Dicho sistema de financiación se adoptó en 2012 en la guerra de Siria, y esa institución no pudo controlar lo que el Washington Post describió en 2015 como un “vasto esfuerzo [contra Assad] de muchos miles de millones de dólares implicando [la CIA], a Arabia saudí, Qatar, Turquía” y sus aliados, a través de “una de las mayores operaciones clandestinas” de la Agencia. Conforme a la doctrina de la “negación plausible”, la financiación exterior que moviliza no se ha sometido a la supervisión del Congreso, que no puede ejercer su control sobre las actividades y los presupuestos de los servicios especiales extranjeros.

Resulta de ello que Estados Unidos puede fácilmente rechazar las críticas del aumento de grupos extremistas en Siria hacia sus aliados de Próximo Oriente, mientras que la CIA apoya activamente sus operaciones de los “Military Operations Centers”, bases secretas en Turquía y en Jordania desde las que se han entregado millares de toneladas de armamento a las milicias anti Assad, también a las más extremistas.

Si las políticas impuestas desde hace 40 años por los jefes del espionaje estadounidense y saudí esconden aún muchos secretos, no hay duda de que han favorecido la creación y la internacionalización de las redes yihadistas que amenazan ahora la paz mundial. Como explicaba Yves Bonnet, antiguo responsable de la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST) “la CIA y Arabia saudí han creado el terrorismo mesiánico del que se reclaman Al Qaeda y el Daesh”. Citando de nuevo a Nafeez Ahmed, “las redes muyaidines afganas han sido formadas y financiadas bajo la supervisión de la CIA, del MI6 y del Pentágono. Los Estados del Golfo han aportado sumas de dinero considerables, mientras que los servicios de inteligencia pakistaníes (ISI) han asegurado la unión sobre el terreno con las redes militantes coordinadas por Abdullah Azzam, Osama bin Laden y sus cómplices. El gobierno de Reagan, por ejemplo, proporcionó dos mil millones de dólares a los muyaidines afganos, completados por otro aporte de la misma cantidad de Arabia saudí”.

Tras recordar estos hechos bien conocidos, Nafeez Ahmed pone en cuestión una falsa idea que ha sido continuamente repetida por una gran mayoría de expertos y periodistas internacionales desde el 11 de setiembre: “Según la creencia popular, esta configuración desastrosa de una colaboración entre Occidente y el mundo musulmán en la financiación de extremistas islamistas habría finalizado con el hundimiento de la Unión Soviética. Como he explicado en una declaración en el Congreso un año después de la publicación del informe de la Comisión del 11 de septiembre, esta creencia popular es errónea […] Un informe clasificado de los servicios de inteligencia norteamericanos, revelado por el periodista Gerald Posner, ha confirmado que Estados Unidos eran plenamente conscientes del hecho de un acuerdo secreto alcanzado en abril de 1991 entre Arabia saudí y Bin Laden, residente entonces bajo vigilancia. Según ese acuerdo, Bin Laden estaba autorizado a abandonar el reino con su financiación y sus seguidores y a continuar recibiendo un apoyo financiero de la familia real saudí con la única condición de abstenerse de ir en contra y desestabilizar el propio reino de Arabia saudí. Lejos de ser observadores lejanos de este acuerdo secreto, Estados Unidos y Gran Bretaña participaron en él activamente”.

Según el último libro de Peter Dale Scott, este acuerdo de abril de 1991 entre Bin Laden y la familia real saudí se ve corroborado en el libro premiado con el Pulitzer de Lawrence Wright sobre Al Qaeda y el 11 de setiembre. Según otras fuentes fiables, este acuerdo se habría renovado en 1995, según Anthony Summers, después en 1998, según Ahmed Babeeb. Paralelamente, según el antiguo diplomático y oficial consular norteamericano en Djedda, Michael Springmann, “la CIA transfirió [a muyahidines que habían combatido en Afganistán] hacia los Balcanes, Irak, Libia y Siria, proporcionándoles visados USA ilegales”, afirmando haber descubierto que el consulado en el cual él trabajaba era en realidad “una base de la CIA”.

A la vista de los elementos estudiados en este artículo, lejos de ser la nebulosa inasible que se nos describe en los medios occidentales, la red de Al Qaeda ha sido empleada por los servicios especiales norteamericanos y sus socios también después de la guerra fría, a fin de desempeñar diferentes objetivos geoestratégicos inconfesables. Como hemos analizado, se trata de hechos corroborados que nos permiten, quince años después del 11 de septiembre, medir hasta que punto las políticas clandestinas de la CIA y sus aliados están fuera de control. Las informaciones que demuestran que las fuerzas apoyadas por la Agencia en Siria combaten a aquellas que apoyan las operaciones del Pentágono sobre el terreno son una ilustración edificante.

La guerra contra el terrorismo es una guerra mundial

Un estudio en profundidad de la historia de Al Qaeda indica que el aumento mundial de la yihad armada se origina en las relaciones turbulentas entre los responsables de la CIA y sus homólogos saudíes, cuyo reino es descrito por numerosas fuentes autorizadas como el principal patrocinador de las organizaciones islamistas a través del mundo. De la yihad afgana al takfirí sirio, las acciones clandestinas de la CIA masivamente cofinanciadas por los petrodólares saudíes han reforzado hasta el presente la nebulosa Al Qaeda, y ello pese al 11 de septiembre, la mal llamada “guerra contra el terrorismo”, y los recientes atentados que han golpeado a las poblaciones occidentales.

La CIA ha delegado estas operaciones en los servicios saudíes y otros socios extranjeros, lo que explica por qué es tan difícil comprender el peligroso juego de la Agencia ante el terrorismo islamista.

La historia inconfesada de Al Qaeda debe ser explicada a la opinión pública porque, como demuestra la tragedia siria, las lecciones de la yihad afgana no han sido evidentemente comprendidas por nuestros dirigentes. Nuevas catástrofes ligadas al terrorismo son de temer en el mundo occidental, principalmente debido al regreso de Siria de combatientes extremistas a sus países de origen. En un contexto de guerra perpetua que genera anualmente miles de millones de beneficios para las multinacionales de la energía, del armamento, de mercenarios, y de la inteligencia privada, los dirigentes occidentales ¿tienen la voluntad de detener estas intervenciones y redefinir una estrategia para Oriente Medio menos militarizada y más constructiva?

Después de quince años de la “guerra contra el terrorismo” que ha amplificado considerablemente esta amenaza, que ha potenciado una privatización masiva de las operaciones militares, y que ha producido la muerte de más de un millón de personas solamente en Irak, en Afganistán y en Pakistán, esta preocupante cuestión merece plantearse.

Respecto al “casus belli” que ha legitimado esta guerra perpetua, también subsiste una cuestión también preocupante. Los principales acusados de los atentados del 11 de septiembre aún no han sido juzgados por los tribunales militares de Guantánamo. Aunque las confesiones conseguidas bajo tortura son jurídicamente inadmisibles, el mayor crimen de la historia moderna de Estados Unidos nunca ha sido objeto de ningún proceso. El Congreso norteamericano acaba de autorizar a las familias de las víctimas de estos sucesos a demandar a Arabia saudí por su supuesto papel en esos ataques, pese al veto de Obama, que impidió la promulgación de esta ley.

En este contexto, a la vista de la relación entre el reino de los Saud y la CIA, este análisis escrito por Jean Pierre Chevenement en 2004 es hoy aún más pertinente: “La propagación del terrorismo islamista, ciertamente lamentable, también proporciona una coartada ideal a la empresa de recolonización de Medio Oriente y la dominación mundial, a la escala de un ‘nuevo siglo americano’, al que se lanzó el gobierno de George W. Bush. La historia de la vuelta de las milicias wahabitas de Osama bin Laden contra Estados Unidos, que les habían apoyado contra la URSS en Afganistán, supone tantas zonas sombrías que nos podemos preguntar si la cooperación tan estrecha entre la CIA y los servicios saudíes del príncipe Turki, rota solo quince días antes del 11 de setiembre, aclararía de forma útil las circunstancias de un acontecimiento que abrió una nueva página en la historia de las relaciones internacionales: como Atenea saliendo armada del muslo de Júpiter, aquel día se decretó la cuarta guerra mundial”.

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