Durante su gira asiática, Trump visitó Japón, un país vasallo de plena confianza. Se reunió con la nueva primera ministra japonesa, Sanae Takaishi, con la que, sorprendentemente, tuvo una grave discordia que amenaza con deteriorar las relaciones entre ambos.
El motivo de la reunión es ya conocido: Estados Unidos ha impuesto un arancel del 25 por cien a las importaciones procedentes de Japón y el antiguo primer ministro, Shigeru Ishiba, había hecho todo lo posible para reducirlo al mínimo. En su desesperación prometió a Trump invertir 550.000 millones de dólares en Estados Unidos durante los próximos tres años.
Estados Unidos no solo podría elegir los proyectos sino que se llevaría la mayor parte de los beneficios. Si Japón se atrevía a rechazar alguno de los proyectos, Ishiba le autorizaba a imponer aranceles aún más altos.
Los vasallos son así de rastreros. La capitulación se plasmó en un memorando de entendimiento que no requería aprobación parlamentaria. Sin embargo, pasaron por alto un detalle: la enorme suma de dinero que prometió invertir en Estados Unidos sí la requería. La inversión desequilibraba el presupuesto del gobierno nipón y aumentaba el déficit comercial entre ambos países.
Fue el agua que colmó el vaso. Ishiba fue destituido de su cargo y la nueva primera ministra firmó dos acuerdos con Trump, uno de ellos demagógico (una “nueva era dorada de la alianza entre Estados Unidos y Japón”) y otro para eludir a China lograr una cadena común de suministro de tierras raras.
De los 550.000 millones de dólares prometidos no se ha vuelto a saber nada. Incluso el gobierno de Estados Unidos ha indicado que quiere que Japón pague más por albergar a las tropas estadounidenses, para lo cual también hay que inventar “amenazas” en el Pacífico, donde China juega el papel de malvado de película.
Trump necesita dinero y lo necesita ya. Pero Japón no puede pagar los platos rotos, al menos en las gigantescas cantidades que firmó Ishiba y el problema se puede complicar porque la nueva primera ministra parece que le va a dar la vuelta al problema, utilizando a China como instrumento de presión contra Estados Unidos.
En su primer discurso, Takaichi afirmó que no apoya la guerra comercial de Estados Unidos contra China y que no se convertiría en un instrumento de presión económica estadounidense. Criticó abiertamente la política comercial de Trump, calificándola como “el error más peligroso del siglo XXI”.
En Washington se quedaron estupefactos. Desde que asumió el cargo, la nueva Primera Ministra ha mantenido reuniones con los mayores monopolios de Japón, quienes transmitieron un mensaje unificado y urgente: la economía japonesa no puede sobrevivir a otra guerra comercial.
Peor todavía: una semana después de asumir el cargo, Takaichi expresó abiertamente su apoyo a China, protagonizando el mayor giro en política exterior desde la Segunda Guerra Mundial. China ya no es “el enemigo”.
Lo dicho: Japón tiene un buen plan, que consiste en desmarcarse de Estados Unidos, que tiene todo el aspecto de un país apestado del que todo el mundo quiere alejarse.