N. Bianchi
J.J. Winckelman (1717-1768) pasa por ser el padre de la historia científica del arte. Era teólogo, historiador, arqueólogo en la época en que se descubrieron las ruinas de Herculano (1737) y Pompeya (1748). Estima que son el clima y el ambiente – Montesquieu pensaba igual- las causas que determinan la sociohistoria de una obra de arte. Rinde culto, fascinado, como nos pasa a muchos, o a algunos, a la Antigüedad clásica griega, esa «infancia» artística de la Humanidad que ya nunca volverá, que diría un Marx también embelesado por el clasicismo helénico.
La leyenda que reza que los atenienses suspendían las hostilidades bélicas cuando llegaba la fecha de los juegos olímpicos es cierta. Como fuera que los antiguos griegos daban preferencia a las ventajas naturales sobre las adquiridas, las primeras recompensas fueron concedidas a los que se distinguían en los ejercicios físicos. Platón mismo, que era un cimarra (Platon, Plato, en inglés, significa en griego el de «las anchas espaldas»), se presentó entre los atletas en los juegos ístmicos (no solamente estaban los «olímpicos», de Olimpia, en el Peloponeso) de Corinto. Y Pitágoras, que no era de letras y tirando más bien a esmirriado, ganó premio en Elis. La recompensa consistía en hacer estatuas a los vencedores. Todos los griegos (que no tenían nada que ver con los «griegos» actuales ni siquiera territorialmente) podían aspirar a tal honor. No cabía más gloria que el honor de una estatua. Bien puede decirse que, criada la fama, échate a dormir (en los laureles). Y es que, quien obtenía la victoria en los Juegos, no tenía ya que preocuparse para los restos de poner una taberna (se llaman así) en Plaka, barrio bullicioso a los pies del Partenón en la Akropolis ateniense, pues durante toda su vida era mantenido a expensas del erario público y a su muerte se les hacían funerales magníficos. No solamente en el lugar de sus proezas le erigían una estatua al ganador, sino también en su patria natal, vale decir, pues la corona triunfal -el laurel- era más para la ciudad que para el as, para el «hacha». En general, todo ciudadano (en una sociedad esclavista, ojo) que había hecho algún bien en pro de su pueblo podía aspirar al honor, honra y prez, que decían los barrocos, de tener una estatua al lado de las de Milciades y Temistocles, delantero centro y volante derecho de la Liga griega, a la sazón…
El bueno de Winckelman no refiere nada sobre turbios asuntos de dopaje y tal. No conoció al filósofo peripatético Hematocrito Globulus Rojus. Ya titulé que es joda (broma en lunfardo bonaerense, no lo que piensan).
Yo quería dar las claves del atentado en París recién y vean con qué salgo…