Entre las variadas cosas que se le atribuyen a Stalin está la frase de que la artillería es la “diosa de la guerra”. Desde luego que en su orden del día 225 de 19 de noviembre de 1944 habló de ella como “la principal fuerza de choque del Ejército Rojo”.
En 1946 el general Prochko también destacó que “nuestra doctrina militar ha luchado contra las teorías que pretenden minimizar el papel de la artillería en la guerra moderna […] ha sido y sigue siendo el arma más poderosa”.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Ejército Rojo se concentró alrededor de Berlín, el mariscal Zhukov destacó una pieza de artillería cada 10 metros, es decir, más de 40.000 cañones de todos los calibres rodeando la capital alemana. A los lanzacohetes más poderosos los soviéticos los llamaban “katiushas” u “órganos de Stalin”.
Los manuales definen la artillería como “fuego indirecto” porque el tirador dispara sin mirar al objetivo. 75 años después el disparo “a ciegas” vuelve a ser una función central en la Guerra de Ucrania para ambos ejércitos, el ruso y el ucraniano, herederos de la misma escuela de guerra, tanto estratégica, como táctica y operativamente.
Más de setenta y cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Ucrania vuelve a demostrar la importancia de la artillería, que no solamente ataca el campo de batalla adversario, sino su retaguardia más profunda y, desde luego, la aviación y los drones que sobrevuelan. Lo que se denomina “la geometría del campo de batalla”, es decir, sus dimensiones físicas se ha ampliado notablemente y, además de una función táctica, la artillería ha ganado un componente estratégico con los misiles de largo alcance.
Durante casi siete meses, el ejército ruso y ucraniano se han estado disparando sus cañones mutuamente y la desproporción de fuerzas no es tan grande como se ha dicho. En febrero los ucranianos contaban con unas 1.500 piezas de artillería, desde morteros hasta cañones de 152 milímetros e incluso 203 milímetros, así como 350 lanzacohetes múltiples (LMR). La gran mayoría de ellos eran de origen soviético o ruso, o fabricados en Ucrania con licencia rusa.
Mientras, el ejército ruso contaba con tres veces más piezas: unos 4.600 cañones y más de 800 lanzacohetes múltiples.
En 2014 el alcance de los disparos de la artillería ya formó parte de los Acuerdos de Minsk, cuando las piezas más pesadas tuvieron que alejarse de la línea de contacto, lo que el gobierno de Kiev jamás cumplió, bombardeando brutalmente a la población civil del Donbas durante ocho años.
El alejamiento del adversario de un determinado territorio, denominado A2AD en la jerga militar, ha tomado carta de naturaleza en la guerra moderna y, desde luego es un elemento fundamental en las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia para poner fin a las hostilidades en Ucrania.
Por su parte, el ejército ucraniano exige piezas de artillería de largo alcance. Las últimas pueden alcanzar los 300 kilómetros, lo que complicará cualquier tipo de negociación, como ya explicó Lavrov en julio:
“Este proceso continúa, de forma consistente y persistente. Continuará mientras Occidente, en su rabia impotente, desesperado por agravar la situación al máximo, siga inundando Ucrania con más y más armas de largo alcance. Por ejemplo, los Himars. El ministro de Defensa, Alexey Reznikov, se jacta de haber recibido ya munición de 300 kilómetros. Esto significa que nuestros objetivos geográficos se alejarán aún más de la línea actual. No podemos permitir que la parte de Ucrania que controlará Vladimir Zelensky, o quien le sustituya, tenga armas que supongan una amenaza directa para nuestro territorio o para las repúblicas que han declarado su independencia y quieren determinar su propio futuro”.
Si Estados Unidos o los países de la OTAN entregan ese tipo de piezas no sólo obstaculizarán las negociaciones de paz sino que serán el detonante para que el ejército ruso haga retroceder el frente hasta donde sea necesario para garantizar su seguridad. Es una ingenuidad suponer que los rusos no van a tener en cuenta la experiencia de los Acuerdos de Minsk.
La crisis de los misiles de 1962 demostró que en la guerra moderna no sólo está en juego el alcance de los misiles, sino el tiempo de reacción de las baterías antiaéreas del adversario para detectarlos y derribarlos. Lo mismo que entonces, Rusia no puede admitir que ningún país instale piezas de artillería justo al borde de sus fronteras.