Un tercio de la población mundial vive sometida a algún tipo de sanciones económicas, a veces masivamente letales. Las sanciones de la ONU contra Irak en la década de los noventa mataron a cientos de miles de personas.
En enero apareció un libro de Nicholas Mulder, “El arma económica: el auge de las sanciones como instrumento de la guerra moderna” (*), que analiza la normalización de las sanciones desde la Primera Guerra Mundial para desplazar “la frontera entre la guerra y la paz”. Formalmente la guerra económica no parece una guerra, e incluso dicen que es una alternativa o un antídoto a la guerra.
Las sanciones raramente producen el efecto deseado y, a veces, se cobran un alto precio a la población sometida a ellas. En el caso de Ucrania resultan contraproducentes y se vuelven contra sus patrocinadores.
En 1919 la Sociedad de Naciones afirmó que las sanciones económicas estaban fuera del artículo 16 del Pacto fundacional. No suponían una declaración de guerra, no eran de naturaleza militar. Sólo suponían “el uso de la fuerza en tiempos de paz”, pero no alteraban la paz.
Concluyó así una determinada fase de la guerra mundial, pero no la guerra en sí, creando una era de “guerras pacíficas”. Más que un acuerdo de paz, el tratado fue un conjunto de acuerdos entre grandes potencias que prolongaron la guerra en muchas partes del mundo, como en la rusia posterior a la Revolución de 1917.
El gobierno británico inventó formas de proseguir la guerra con más sigilo y menos bayonetas sobre el terreno y recurriendo a las tácticas innovadoras. La “pax britannica” fue una época de constante agresión disfrazada de policía. El propio Estado británico consideraba las sanciones como “medidas beligerantes”. Las sanciones impuestas por la Sociedad de Naciones se entendían como un “mantenimiento del orden”, o sea de la hegemonía imperialista. Las declaraciones de guerra se volvieron superfluas porque la guerra se convirtió en un estado permanente.
De 1937 a 1945 Japón impuso sanciones a China en el marco de una guerra no declarada. Roosevelt evitó reconocer el estado de guerra entre China y Japón para no desencadenar un embargo de armas estadounidense. Tratando de combatir a las potencias fascistas “sin declarar la guerra” él mismo, tanteó el terreno, evitando incluso la palabra “sanciones”.
Del mismo modo, cuando en la crisis de los misiles Kennedy ordenó el bloqueo naval de Cuba, lo calificó como “cuarentena”. No fue una declaración de guerra sino una medida de “salud pública”.
El principal artífice de las sanciones “en tiempos de paz” fue Robert Cecil, Premio Nobel de la Paz en 1937 y ministro británico encargado del bloqueo. Cecil no reconocía la diferencia entre un civil y un militar porque las guerras coloniales del Imperio Británico tenían por objeto imponer el terror entre la población, la única manera de impedir la descolonización. Esa confusión deliberada autorizaba los bombardeos masivos e indiscriminados sobre las ciudades y pueblos, especialmente en Oriente Medio.
El imperialismo inició la época de las “guerras totales”, favorecida por la guerra química y la entrada de la aviación en el campo de batalla. En 1923, cuando Ramsay MacDonald predijo una futura guerra de “bloqueos y […] ataques aéreos […] que simplemente devastarán ciudades y campos enteros”, se refería a una guerra total que nunca se reconocería como tal. El efecto de los bombardeos era fundamentalmente “sicológico”. El número de víctimas no importaba tanto.
La guerra moderna no se libra de eufemismo propios de la demagogia. También la ONU ha diferenciado entre las medidas coercitivas que son “propiamente de guerra” y las que “preservan la paz”. Hoy las guerras, como la de Irak, se hacen en nombre de la ONU y de la paz. Que hayan muerto cientos de miles de civiles es lo de menos.
(*) https://yalebooks.yale.edu/book/9780300270488/the-economic-weapon/